Si hiciéramos una búsqueda en Google cruzando en inglés las palabras longevidad y medicina podríamos encontrarnos fácilmente con nada menos que casi 60 millones de entradas. Recientemente, el profesor Joaquín Poch Broto, presidente de la Real Academia de Medicina de España, en el prólogo del libro Longevidad y envejecimiento en el tercer milenio. Nuevas perspectivas, que tuve el privilegio de escribir junto a mi buen amigo José Miguel Rodríguez-Pardo, decía: “Conocer, desde un punto de vista biomédico, cuáles son los factores que determinan la longevidad es quizás la mejor herramienta de la que se puede disponer para medir, posteriormente, cuál es la incertidumbre que pueden originar las consecuencias económicas y sociales que se asocian con el límite que puede tener la vida humana o con el constante aumento de la esperanza de vida”. En otras palabras, si fuéramos capaces de desentrañar los mecanismos celulares y moleculares, en definitiva, los biomarcadores, que nos pudieran señalar la edad real de nuestras células y de los que probablemente dependan los procesos involucrados en la senescencia de estas (la reducción en la capacidad de dividirse), podríamos realmente valorar cómo ocurren estos mecanismos y cómo incluso se podrían modificar. Pensemos solamente en lo que esto supondría no solo para la salud de las personas, sino también en términos economicistas, sobre la carga del coste del sistema sanitario o los sistemas públicos de pensiones.
MEDICINA PREDICTIVA
La oportunidad e interés en el conocimiento de estos mecanismos probablemente ha resucitado su atención desde el nacimiento del nuevo concepto de la medicina, la llamada medicina predictiva. Esta, como dice su nombre, es la que nos ayuda a predecir la probabilidad de que un individuo sufra una enfermedad, de beneficiarse más de un fármaco, de metabolizar mejor o peor los diferentes tipos de nutrientes o incluso para qué ejercicio físico está más dotado. La medicina predictiva está basada fundamentalmente en el conocimiento genético de las personas, es decir, qué variantes genéticas tiene cada persona en los aproximadamente 35.000 genes que contiene su ADN.
En conjunción con esto, las nuevas técnicas del manejo de la información —el big data, la inteligencia artificial y dentro de ella el machine learning y las redes neuronales o el también conocido como conocimiento profundo o deep learning— nos van a ayudar a poder interaccionar y manejar cientos de parámetros, incluida la interacción entre los diferentes genes. Esto permitirá el desarrollo de algoritmos predictivos que podrán desvelarnos, no solo la edad biológica de las personas (la edad real de las células y órganos de cada uno de nosotros), sino también la esperanza de vida. A veces da un poco de vértigo hablar sobre todas estas posibilidades de conocer en cada uno de nosotros, nuestro futuro probable de salud y vida. Sin embargo, a pesar de que el conocimiento científico hoy es extenso, y la probabilidad en el saber de cada uno de nosotros enorme, seguro que será muy superado en el futuro inmediato con la llegada de las nuevas tecnologías. Simplemente pensemos en el desarrollo y evolución de los cada vez más sofisticados y precisos wereables, en español, llevar tecnología puesta. Hoy en día, un simple reloj nos dice desde los pasos caminados, las calorías consumidas, la tensión arterial y la frecuencia cardiaca. Pero también existen ya aparatos más pequeños que un teléfono móvil que permiten hacer electrocardiogramas o ecocardiogramas a los profesionales que cuidan de nuestra salud. Quién diría en 1286, donde parece que se data la aparición de las primeras gafas, o incluso más atrás en el tiempo, cuando los emperadores romanos utilizaban un cristal de esmeralda para observar la lucha de gladiadores, instrumentos que no dejan de ser en ambos casos wereables de la época, que varios cientos de años después podríamos conocer muchas otras variables relacionadas con la salud gracias a un simple parche o un reloj.
EL CONOCIMIENTO
La curiosidad del ser humano por saber y conocer es infinita. Decía el gran naturalista Dr. Félix Rodríguez de la Fuente que al hombre le engrandece es conocer y saber y transmitir cultura y que lo que le envilece es transmitir mitos y mentiras que no ha podido demostrarse ni a sí mismo. Siguiendo estos sabios pensamientos, las personas que nos dedicamos a la ciencia queremos siempre saber más y por eso seguimos buscando esos biomarcadores que nos ayuden a desentrañar los misterios de la longevidad y, por ende, que nos ayuden en la predicción de la posibilidad biológica de vida de cada uno de nosotros.
Evidentemente, los mecanismos moleculares y celulares que regulan la longevidad de nuestro organismo no están ni mucho menos desentrañados en su totalidad por la ciencia. Si tuviéramos que poner una fecha al proceso de envejecimiento de nuestras células y órganos, quizás podríamos decir que comienza alrededor de los 30 años, momento en el que, aunque sea de forma somera, se cree que empiezan a perderse mecanismos de reserva del organismo, comienza entonces lo que conceptualmente se llama viabilidad, el aumento de la vulnerabilidad ante la agresión. Por eso, es solo cuestión de tiempo que la edad biológica (la edad real de nuestras células y órganos), mejor que la edad cronológica, se vaya imponiendo como medidor de envejecimiento, y este uso de la edad biológica no quedará solamente circunscrito al ámbito de la medicina y de la salud, sino que será utilizado por otras áreas del conocimiento y actividad industrial, como será la propia industria del seguro. La edad biológica, una vez que se determinen los biomarcadores necesarios para medirla con mayor exactitud, será sin duda utilizada para medir riesgo asociados a la naturaleza humana, como la salud, la dependencia y la vida.
Desde el punto de vista de la ciencia, probablemente el conocimiento científico de la genética es el que más fuerza está adquiriendo para valorar la probabilidad de ser longevo. Hoy ya conocemos algunos genes que están más activos en la edad juvenil y que con la edad pierden actividad. Incluso genes que regulan hábitos de vida que se modifican con el envejecimiento, como puede ser el ciclo saciedad-hambre que, regulado en el hipotálamo por neuropéptidos que a su vez pueden depender de sus niveles de variantes genéticas específicas, determinan cuando sentimos o no la necesidad de comer. En este sentido, en 2012 la revista Investigación y Ciencia detalló una serie de genes implicados en el proceso de longevidad, llamando al conjunto de estos genes la ruta de la longevidad. No podemos aquí olvidar tampoco al importante papel que se está dando a la mitocondria en el proceso de la longevidad.
EL UNIVERSO CELULAR
Las mitocondrias podríamos decir que son la central energética de la célula cuando en condiciones fisiológicas están en presencia de oxígeno. Es donde se genera la mayor proporción del ATP de la célula, “la moneda energética celular”. La mitocondria tiene como particularidad que tiene su propio ADN, que también puede ser agredido por el entorno y sufrir mutaciones. Una curiosidad es que el ADN mitocondrial solamente se transmite por vía materna, ya que los espermatozoides cuando fecundan al óvulo pierden su parte terminal (la cola) que les sirve para moverse y es donde el espermatozoide requiere energía y por lo tanto es donde están alojadas sus mitocondrias. Experimentos realizados en el gusano C. elegans aumentaron la esperanza de vida de este nematodo casi un 60 % mediante la manipulación genética de solamente tres genes del ADN mitocondrial. En el envejecimiento humano se estableció incluso la “teoría mitocondrial del envejecimiento”, que básicamente consiste en que el ADN mitocondrial, al tener una tasa más alta de poder sufrir mutaciones que el ADN de la célula (llamado ADN genómico), además de repararse el ADN mitocondrial con mayor dificultad que el genómico, y como muchos de los genes del ADN mitocondrial su producto son que se formen proteínas involucradas en el proceso de formación del ATP, lo que entonces se producen en la mitocondria son radicales libres.
Además, hay que decir que el propio proceso de envejecimiento va a reducir no solo la capacidad funcional de las mitocondrias, sino también su número. El proceso de esta pérdida de mitocondrias tiene consecuencias no solo en el envejecimiento de las células y órganos, sino también en su deterioro funcional, estableciéndose incluso correlaciones con la aparición de enfermedades neurodegenerativas relacionadas con la edad como puede ser la demencia senil o el Alzheimer. El mundo de la mitocondria es un mundo apasionante, complejo, que no tenemos ahora espacio para desarrollar, pero que seguro que lo haremos en una ocasión posterior. Lo que sí podemos afirmar es que la mitocondria, dependiendo de cómo se divide, cómo protege su funcionalidad y cómo se defiende de las agresiones de su entorno, es foco de atención para comprender, no sólo situaciones patológicas, sino también para conocer el proceso del envejecimiento celular.
INVESTIGACIONES
En el conjunto de biomarcadores que de forma extremadamente resumida queremos señalar en relación a la longevidad y al envejecimiento, no podríamos olvidarnos de los telómeros. Estos, secuencias repetitivas de nucleótidos presentes en los cromosomas de nuestras células, son otro biomarcador que en función de su longitud nos indican envejecimiento o juventud de las células. Evidentemente el problema aún sin resolver es identificar cuáles son realmente los biomarcadores que nos indican con exactitud la edad biológica del individuo. Se pusieron muchas esperanzas en la medida de la longitud de los telómeros. Pero es difícil pensar que un solo y único biomarcador pueda por sí mismo identificar procesos tan complejos como el envejecimiento celular, por lo que es seguro que el proceso del envejecimiento se debe a la interacción y acción de múltiples procesos biológicos. En este sentido, hay factores que por sí mismos pueden modificar la longitud de los telómeros; es el caso de la obesidad, el alcohol, el tabaquismo, el estrés, la depresión o la práctica deportiva, por nombrar algunos. Además, existen también datos publicados que demuestran, por ejemplo, que la longitud de los telómeros en un mismo individuo no es la misma en todas sus células o que incluso que bajo algún tratamiento farmacológico esta longitud puede verse modificada. Estos factores reducen el interés de la longitud de los telómeros como marcadores únicos de la edad biológica, y lo que probablemente promuevan es el concepto de la existencia de una interacción de múltiples marcadores para poder definir con exactitud dicha edad. Es decir, es muy probable que sea necesario desarrollar un score o algoritmo en el que se incluyan múltiples biomarcadores genéticos y no genéticos, además de hábitos de vida de cada persona, que puedan realmente resolver esta cuestión.
Por lo tanto, la ciencia aún tiene que determinar cuáles son el conjunto de biomarcadores genéticos y no genéticos que nos acerquen a una medida lo más exacta posible de la edad biológica de los individuos para que esta se pueda realmente utilizar como medida de esperanza de vida en cada una de las personas.
No podemos tampoco obviar el impacto que tiene el ambiente sobre la propia expresión de los genes, lo que se conoce como impacto epigenético. Aunque el término epigenética se atribuye al profesor Conrad Waddington, ya Aristóteles, en su teoría hilemórfica centrando su pensamiento e ideas en la naturaleza, de alguna manera empezó a establecer la base de lo que hoy reconocemos como el concepto de epigenética. Decía Aristóteles que los diferentes seres humanos se formaban a partir de una masa amorfa común, y que luego el ambiente provocaba que se generaran los diferentes individuos específicos. Por lo tanto, ya Aristóteles intuía como el ambiente en el que se incluye el ejercicio físico, la dieta, los fármacos que tomamos, el estrés, incluso factores socioculturales y de ámbito económico, pueden afectar a la expresión de factores que finalmente formarán las diferencias celulares y moleculares entre individuos y que de alguna manera marcarán el devenir de la salud de cada uno de nosotros durante nuestra existencia. Entraríamos entonces en un concepto más complejo conocido como edad epigenética en la que no solamente los genes, sino los factores ambientales, delimitarán nuestra esperanza de vida.
Aristóteles decía que el envejecimiento era una vida vivida, mientras que Píndaro (poeta de la Grecia clásica) consideraba que no deberíamos anhelar la inmortalidad, pero sí agotar el límite de lo posible. La ciencia tiene aún mucho que aprender, comprender y, evidentemente, decir en los procesos de la longevidad y el envejecimiento y nosotros, en la medida de nuestras posibilidades, intentaremos participar en estos avances y aprender de ellos.