En las siguientes páginas voy a tratar sucintamente de tres aspectos relacionados con el derecho a una muerte en paz. En primer lugar, me referiré al primer texto normativo de alcance internacional que se ha ocupado expresamente de esta cuestión, que es la Convención Interamericana para la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores (CIPDHPM). En segundo lugar, señalaré los que, a mi parecer, son dos obstáculos principales de índole socio-cultural para el reconocimiento efectivo de este derecho: el productivismo y el posthumanismo. En tercer y último lugar, recurriré a tres obras clásicas de la literatura para reflexionar sobre el carácter relacional de la autonomía del ser humano y el deber de crear determinadas condiciones para que la persona no vea comprometido el ejercicio de su libertad al final de la vida y puede realmente tener una muerte en paz.
1. La positivación del derecho a una muerte en paz en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos
La mayoría de las comunidades autónomas de España cuentan con leyes sobre derechos y garantías de la persona en el proceso de morir. No existe, sin embargo, una ley básica a nivel nacional sobre este asunto. La ley estatal que más se aproxima a cuestiones relacionadas con el final de la vida es la Ley Orgánica 3/2021 reguladora de la eutanasia. En las siguientes páginas no voy a poner el foco en la legislación española porque requeriría de más espacio del previsto para esta breve contribución. Pero también lo hago porque detecto dos deficiencias importantes que están dificultando el adecuado desarrollo del derecho a una muerte en paz. Por un lado, las leyes autonómicas proclaman muchos derechos en este ámbito, pero no han comprometido los recursos económicos para llevarlos a cabo. El resultado es un deficiente desarrollo de ese derecho. Por otro, la regulación estatal se ocupa de la eutanasia, pero no de garantiza una cobertura universal de unos cuidados paliativos integrales. Mientras las leyes autonómicas no cuenten con recursos y la ley estatal no garantice los cuidados paliativos a todas las personas, no se podrá decir que el derecho a una muerte paz es real y efectivo. Es cierto que, a nivel internacional, estamos igualmente en mantillas porque las referencias a este derecho son escasas y el nivel de compromiso que generan es mínimo. Pero como ya existe un convenio internacional que contempla este derecho y se está impulsando una convención universal sobre los derechos de las personas mayores que incluya este derecho, me parece que es un buen momento para hacer, si quiera que sea breve, una mención al derecho a morir en paz en el contexto internacional.
Como decía en la introducción, el primer instrumento vinculante de Derecho Internacional de los Derechos Humanos que proclama los derechos de las personas mayores y, entre ellos, el derecho a morir en paz es la CIPDHPM, aprobada en 2015 en el seno de la Organización de Estados Americanos. Esta convención entró en vigor en 2017 y, en el momento de escribir estas líneas, ha sido ratificada por 10 de los Estados miembros de la OEA. la CIPDHPM supone la consagración a nivel regional de la perspectiva de los derechos humanos con relación al fenómeno del envejecimiento[1].
Los puntos que más directamente afectan a los cuidados a las personas mayores y dependientes y, en particular, a su derecho a morir en paz son los siguientes:
- No solo proclama el derecho humano a los cuidados paliativos, que venía reclamándose desde hacía tiempo[2] pero no contaba con un reconocimiento formal en un instrumento normativo internacional, sino que ofrece una definición de cuidados paliativos que resulta mucho precisa e integral: “La atención y cuidado activo, integral e interdisciplinario de pacientes cuya enfermedad no responde a un tratamiento curativo o sufren dolores evitables, a fin de mejorar su calidad de vida hasta el fin de sus días. Implica una atención primordial al control del dolor, de otros síntomas y de los problemas sociales, psicológicos y espirituales de la persona mayor. Abarcan al paciente, su entorno y su familia. Afirman la vida y consideran la muerte como un proceso normal; no la aceleran ni retrasan” (art. 2).
- Consagra el derecho de la persona mayor a vivir con dignidad hasta el final de sus días y, al hacerlo, menciona dos circunstancias que entorpecen la consecución de ese objetivo: la soledad y el miedo a la muerte: “Los Estados Parte tomarán medidas para que las instituciones públicas y privadas ofrezcan a la persona mayor un acceso no discriminatorio a cuidados integrales, incluidos los cuidados paliativos, eviten el aislamiento y manejen apropiadamente los problemas relacionados con el miedo a la muerte de los enfermos terminales, el dolor, y eviten el sufrimiento innecesario y las intervenciones fútiles e inútiles, de conformidad con el derecho de la persona mayor a expresar el consentimiento informado” (art. 6).
- Para garantizar el derecho al consentimiento informado, los Estados elaborarán mecanismos para impedir abusos y fortalecer la capacidad de la persona mayor de comprender las opciones de tratamiento y cuidados (art. 11). En concreto, proporcionarán a la persona mayor acceso a los apoyos que pueda necesitar en el ejercicio de su capacidad jurídica (art. 30). Precisamente al final de la vida esos apoyos resultan imprescindibles para que la persona no pierda el control sobre su vida.
- Consagra un sistema integral de cuidados en el que la persona mayor pueda decidir “permanecer en su hogar y mantener su independencia y autonomía”, y las familias que les cuidan cuenten medidas de apoyo ajustadas a sus necesidades (art. 12).
- Promueve servicios socio-sanitarios integrados especializados “para atender a la persona mayor con enfermedades que generan dependencia, incluidas las crónico-degenerativas, las demencias y la enfermedad de Alzheimer” (art. 19.h). También establece que los cuidados paliativos estén “disponibles y accesibles para la persona mayor, así como para apoyar a sus familias” (art.19.l).
- Promueve el acompañamiento y la capacitación a las personas que se dedican a cuidar de las personas mayores y así procurarles salud y bienestar (art. 19.o).
Se trata, pues, de una concepción integral y articulada del derecho a morir en paz. Integral porque no solo toma en consideración los días o semanas anteriores a la muerte, sino el tramo final de la vida, con el previsible decaimiento físico y cognitivo y la consecuente dependencia de otras personas, que tienen que procurar unos cuidados expertos muy demandantes, y por lo que deben ser también ellos mismos objeto de cuidados. Y articulada porque abarca el lugar donde vivir y ser cuidado en ese periodo final, el tipo de cuidados recibidos, las personas que deben procurarlos, el consentimiento verdaderamente libre e informado, y el acompañamiento hasta el final de la vida
2. Los obstáculos para garantizar el derecho a morir en paz: productivismo y posthumanismo
A mi entender, existen en la actualidad dos obstáculos culturales para el reconocimiento y garantía del derecho a morir en paz: el productivismo y el posthumanismo.
El productivismo afirma que el ser humano vale por lo que produce. En el ámbito de la vejez y del final de la vida, ese sesgo conduce a la absolutización del principio del envejecimiento saludable e independiente. Sin duda se trata de un principio valioso, pues las personas necesitamos de proyectos para vivir, y contar con salud para llevarlos a cabo. Ahora bien, ese principio tiene un reverso agobiante para la persona mayor, según el cual su vida parece que solo tenga valor si se sujeta a los parámetros de salud que le vienen impuestos y en tanto él se manifieste activo. Cuando el mayor no se alinea con el envejecimiento saludable, porque su desgaste integral y progresivo no le da más que para esperar el final, la eutanasia emerge como una alternativa razonable. El mayor dependiente puede ver en ella la vía para esquivar un futuro nada estimulante: decaimiento acelerado, pérdida progresiva del control sobre sí mismo y ausencia de los apoyos necesarios para evitarlo y afrontar el final sin dolor y con sentido. También puede justificarla como expresión de solidaridad hacia una sociedad que carece de recursos para afrontar los costes crecientes que genera su cuidado y por los que no obtendrá nada a cambio.
A su vez, desde el punto de vista de la sociedad, resulta coherente facilitar la “ayuda a morir” a quienes no solo carecen de utilidad, sino que son una pesada carga social. Los principios de autonomía de la persona y de utilidad social confluyen, así, en un punto en el que tanto el propio sujeto como el conjunto de la sociedad entienden que la vida no merece la pena ser vivida.
El segundo obstáculo es el posthumanismo, que va más allá que el anterior pues no se limita a ignorar el valor del ser humano “no productivo”, sino que desprecia el valor mismo del ser humano en su finitud. Así, la vulnerabilidad no es tenida como un rasgo definitorio del ser humano sino como un signo de su radical deficiencia, que debe ser eliminada. Para lograrlo propone medicalizar todos los aspectos de la vida con el objeto de incrementar las capacidades, prolongar la vida y, sobre todo, extender el vigor de la juventud tanto tiempo como sea posible. Se trata de un mejoramiento (enhancement) transitorio hasta que podamos trascender mediante la tecnología nuestra limitada condición y transformarnos en seres propiamente posthumanos, con capacidades ilimitadas y vidas inmortales.
Por más que se quiera presentar esta propuesta como un ejercicio de emancipación del ser humano respecto de las cadenas de su imperfección[3], más bien expresa la vergüenza prometeica que experimenta el propio ser humano al contemplarse inferior a las obras de su ingenio tecno-científico[4]. Desde esta perspectiva, cuando nos hacemos mayores y necesitamos ayuda, a menudo durante largos periodos, lo acabamos una debilidad, más que un nuevo y previsible estado de las cosas[5]. La propuesta posthumanista consagra, entonces, el imperativo de la vida inmortal y sin límites, y el total rechazo de la vejez y la muerte como una porción importante y significativa de la vida humana[6]. Se trata de un empeño ingenuo, por imposible, y desatinado, por contrario a la condición narrativa de la existencia humana, pero con cierto prestigio entre los cultores de un cientificismo superado[7], pero todavía influyente entre la opinión pública.
Desafortunadamente, la medicina actual está más próxima a los marcos regulatorios productivista y posthumanista descritos que al paradigma clásico de la medicina hipocrática, que se asentaba sobre el reconocimiento de la limitación intrínseca a la vida humana: “Ars longa, vita brevis”. Y ello a pesar de que una concepción humanista de la medicina trata de abrirse paso desde hace décadas: una que considera que tan importante o más es el cuidado integral de la persona hasta su muerte en paz que obtener resultados en términos de pura mejora fisiológica[8].
3. La autonomía relacional y las garantías para una muerte en paz
La visión del ser humano como individuo independiente, que decide autónomamente sobre el valor de su vida, no deja de ser una abstracción ajena a la realidad que todos experimentamos cotidianamente. Cada uno es, en buena medida, como es visto y tratado por los demás. Si alguien se siente apreciado y cuidado cuando sus capacidades se van deteriorando y dan paso a un estado de creciente dependencia, es improbable que llegue a sentir que su vida carece de sentido. Por el contrario, si en esa etapa de deterioro final de la existencia empieza a ser visto por los demás como un extraño o incluso un estorbo, es altamente probable que interiorice esa mirada desconsiderada y llegue a pensar que la eutanasia es la opción para abandonar una existencia que ha dejado de tener sentido.
“La muerte de Iván Illich” de Leon Tolstoi, “Bartleby, el escribiente” de Herman Melville y “La metamorfosis” de Franz Kafka son tres cuentos que ilustran magistralmente el eficacísimo efecto que la mirada de los otros tiene sobre la consideración de uno mismo y de su propia vida. Los tres alumbran una idea crucial a la hora de reflexionar sobre el derecho a una muerte en paz: que la autonomía de la persona tiene un carácter esencialmente relacional, de modo que su ejercicio efectivo está en función del reconocimiento y los cuidados que recibimos de los demás. El final de la vida no se contrata, es algo que nos viene dado: y nuestra dignidad exige que ese final que en buena medida nos viene dado podemos afrontarlo con los apoyos necesarios para vivir en paz el final de la vida hasta la muerte. Haré una breve mención a cada uno de estos relatos.
Iván Ilich[9] es un reputado miembro de la alta sociedad de su ciudad. Sin embargo, desde hace un tiempo, la vida le resulta cada vez más insoportable como consecuencia de la decadencia física a la que le arrastra la grave enfermedad mortal que padece. Las miradas de familiares y amigos, que reflejan confusión, extrañeza o incomodidad al contemplarle, convierten los dolores de Ivan Illich en un sufrimiento existencial difícil de sobrellevar. También la mirada que proyecta sobre sí mismo le resulta insoportable: se ve al final de la vida, muy limitado de fuerzas, y sin apoyo de los seres próximos. En estas circunstancias es casi inevitable no dejarse abatir por la depresión que conduce a la auto conmiseración y al encerramiento[10].
Pero cuando uno se encuentra con otra persona dispuesta a hacerse cargo de su fragilidad, hasta el punto de querer vivirla con ella, entonces es posible descubrir el sentido de la etapa final de la vida. Afortunadamente Iván Illich encuentra en su mujik (siervo) Guerassim a la persona dispuesta a acompañarle en esa fase crucial de la vida. No es un familiar, ni un amigo, ni un colega quien le permitirá recuperar el sentido de la vida en el momento de morir. Ellos siguen tejiendo sus relaciones sociales en función del estatus, que Iván Illich ha perdido irreversiblemente por causa de la enfermedad. Será su criado, para quien su señor no es el prestigioso magistrado que ya no puede ejercer su autoridad sino una persona necesitada a la que él puede aliviar, el que restablece en Iván Illich el sentido de su vida y de su dignidad.
Bartleby[11] es uno de esos esquivos personajes que la historia de la literatura nos ofrece para que completemos su vida con nuestra imaginación. Bartleby es un oscuro escribiente al que el narrador del cuento acaba de contratar para que trabaje en su gabinete. Aunque inicialmente cumple escrupulosamente con su trabajo de copista, a medida que el jefe le va pidiendo que desempeñe nuevos cometidos y se sujete al ritmo trepidante de la oficina Bartleby se va retrayendo y solo se ve capaz de repetir la mítica frase por la que ha pasado a la historia: “preferiría no hacerlo”.
El jefe de Bartleby pronto se da cuenta de que la resistencia de su empleado a cumplir con los encargos que le encomienda no es fruto de la negligencia sino del inescrutable desamparo en que se encuentra. Aunque trata de ayudarle, acaba desesperando de poderlo. Ante el trastorno de Bartleby, del que no sabemos hasta qué punto debutó como consecuencia de las condiciones en las que se quería que trabajara, su jefe emprende una sucesión de acciones desesperadas e ineficaces por ayudarle que no pueden evitar que finalmente Bartleby acabe muriendo de inanición en un centro de vagabundos. Alteradas sus frágiles condiciones de vida, Bartleby no es capaz de mantener un mínimo afán por seguir vivo y se deja morir.
Aunque al relato resulta sumamente elusivo y ambiguo, no es descabellado pensar que Bartleby podría haber desarrollado una vida digna de haber dispuesto de unas condiciones básicas de trabajo, que su jefe no fue capaz de proveerle. ¿Se las podía haber procurado? Probablemente sí, sobre todo de haber conocido con antelación la singularidad de Bartleby. ¿Debería haberlo hecho? Sin duda. Hoy en día hablamos de eso como prevención de riesgos laborales y adaptación del puesto de trabajo a la eventual discapacidad del empleado. Cuando se trata de una discapacidad psicosocial, la actuación preventiva o precoz es más difícil pero igualmente debida. Es cierto que el jefe se preocupa por Bartleby mucho más que de ordinario, pero esa solicitud resulta tardía y poco acertada. En todo caso, se observa cómo el contexto condiciona enteramente la autonomía personal, y mucho más si la persona está en una situación de gran fragilidad, como sucede con la mayoría de las personas al final de sus vidas.
Quien haya leído “La transformación” de Kafka difícilmente habrá olvidado su inicio: “Al despertar Gregor Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un insecto monstruoso”[12]. A pesar de haber sufrido una grotesca transformación en su apariencia y capacidades, este joven agente comercial que vive con sus padres y su hermana mantendrá el deseo de vivir mientras conserve la esperanza de ser reconocido por los suyos. Tras su transformación, su hermana Grete se convierte en su principal cuidadora, pues los padres se ven completamente desbordados e impotentes ante la situación. Inicialmente Grete ajusta los cuidados que requiere Gregor en función de sus nuevas necesidades. La relación familiar, sin embargo, lejos de adaptarse a la nueva situación, sufre un deterioro paulatino, que comienza con la incapacidad de la familia para comunicarse con su hijo, que les lleva a pensar que él tampoco se puede hacer cargo de cómo se encuentran ellos: “Como no se hacía comprender de nadie, nadie pensó, ni siquiera su hermana, que él pudiese comprender a los demás” (p. 46). Mientras que Gregor mantiene intacta la sensibilidad para captar el estado de ánimo de su familia, y padecer cuando los ve sufrir, su hermana y sus padres se van distanciando de quien ha cambiado por completo su apariencia, para adoptar una detestable, y que parece incapaz de relacionarse con ellos. Su hermana le sigue llevando la comida, pero lo hace de forma cada vez más descuidada y sin ocultar la repugnancia que le causa entrar en la habitación en la que Gregor permanece encerrado.
La relación con la familia se quiebra definitivamente cuando una noche en la que Grete empieza a tocar el violín Gregor sale de su dormitorio para escucharla. Al ser visto por unos invitados, la familia se siente abochornada y empieza a considerarlo como un extraño, alguien ajeno a ellos, que solo les está impidiendo hacer una vida normal. La más explícita es Grete, quien explota diciendo: “…esto no puede continuar así. Si vosotros no lo comprendéis, yo sí me doy cuenta. Ante este monstruo, no quiero ni siquiera pronunciar el nombre de mi hermano; y, por tanto, solo diré esto: es forzoso intentar librarnos de él. Hemos hecho cuanto era humanamente posible para cuidarle, y tolerarle, y no creo que nadie pueda, por tanto, hacernos el más leve reproche” (p. 95).
Ante esas manifestaciones que Gregor escucha con pesadumbre, se convence de que realmente ya está de más: “Pensaba con emoción y cariño en los suyos. Hallábase, a ser posible, aún más firmemente convencido que su hermana de que tenía que desaparecer” (p. 101). Esa misma noche, Gregor se deja morir.
Cuántas veces el discurso de Grete ha contagiado a una familia ante un enfermo terminal o con una enfermedad crónica gravemente incapacitante. Si todavía es autónomo, se piensa, tiene que darse cuenta de que su vida es insoportable para los demás y para él mismo, y que debería solicitar la eutanasia; y si ya no lo es, procede prescindir de una vida que ya ha dejado de ser una vida personal y provista de significado para él mismo y para los demás. Aunque no de forma tan abrupta, la ley aprobada en España parece inspirarse en esa convicción de que ciertas vidas merecen menos protección que otras
4. Conclusión
No existe un instrumento de derechos humanos de alcance universal que reconozca el derecho a una muerte en paz. La Convención Interamericana para la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores es la primera que más se ha alcanzado a este objetivo hasta el momento. Más allá de la dificultad que siempre entraña poner de acuerdo a los estados en la proclamación de un nuevo derecho humano, existen ahora mismo en la sociedad dos graves obstáculos para ese reconocimiento: el productivismo y el posthumanismo. Algunas obras literarias, como las tres que hemos comentado, ponen de manifiesto el enorme peso que tiene sobre la autonomía personal el trato que recibimos de los demás. De ahí la necesidad de superar el paradigma individualista de la autonomía y sustituirlo por uno relacional. Solo desde esta concepción de la autonomía relacional se podrá configurar correctamente el derecho a morir en paz.
[1] DABOVE, M. I., “El Derecho de la vejez y la Constitución española”, en: ROMEO CASABONA, C.M. (coord.), Tratado de Derecho y Envejecimiento La adaptación del Derecho a la nueva longevidad, Madrid, Wolters Kluwer, 2021, p. 48.
[2] BRENNAN, F., “Palliative Care as an International Human Right”, Journal of Pain and Symptom Management, vol. 33, n. 5, 2007, pp. 494-499.
[3] HARRIS, J., Enhancing Evolution: The Ethical Case for Making Better People, Princeton, Princeton University Press, 2007.
[4] ANDERS, G., La obsolescencia del hombre, vol. I, Valencia, Pretextos, 2011, pp. 39-40.
[5] GAWANDE, A., Ser mortal. La medicina y lo que importa al final, Barcelona, Galaxia-Gutenberg, p. 38.
[6] PAYÁN-ELLACURIA, E., ROMEO CASABONA, C.M., “Inmortalidad y transhumanismo”, en: ROMEO CASABONA, C.M. (coord.), Tratado de Derecho y Envejecimiento La adaptación del Derecho a la nueva longevidad, Madrid, Wolters Kluwer, 2021, pp. 879-908.
[7] CORDEIRO, J.L., La muerte de la muerte: La posibilidad científica de la inmortalidad física y su defensa moral, Barcelona, Deusto, 2018.
[8] PIEMONTE, N., ABREU, S., Entre la muerte y el morir, Madrid, Cátedra, 2022, pp. 116-119.
[9] TOLSTOI, L., La muerte de Ivan Illich, Madrid, Siruela, 2006.
[10] REQUENA, P., La buena muerte. Dignidad humana, cuidados paliativos y eutanasia, Sígueme, Salamanca, p. 59.
[11] MELVILLE, H., Bartleby el escribiente, Madrid, Austral, 2012.
[12] KAFKA, F. (2008), La metamorfosis, Madrid, Alianza, p. 7.