Estos cambios podemos explicarlos en términos de salud; es un hecho que vivimos más porque la medicina ha conseguido cronificar ciertas enfermedades y patologías que hace únicamente unas décadas eran mortales, pero también debemos explicarlo en términos sociales y económicos. Vivimos más, porque además de nuestro cuerpo cuidamos nuestra mente y es la combinación de ambos factores lo que nos traerá, sin duda, cambios en las estructuras sociales que todos conocemos y que, a día de hoy, están totalmente consolidadas.
Las personas que envejecen hoy en día poseen un nivel educativo más elevado que las generaciones pasadas. Entre 2010 y 2020 el porcentaje de población adulta española (de 25 a 64 años) con estudios postobligatorios ha subido 10 puntos porcentuales, hasta alcanzar el 62,9%, según el informe de “Panorama de la Educación 2021: Indicadores de la OCDE”. Esta tendencia que seguirá creciendo en un futuro modificará sin duda la concepción que tenemos y hemos tenido durante décadas del trabajo.
Las nuevas generaciones son más críticas y exigentes con todo aquello que tenga o vaya a tener un efecto en sus vidas cotidianas y reclaman, por tanto, tener un papel central en la toma de decisiones sobre aspectos que les incumben directamente. Dicho de otro modo, se han empoderado y exigen que se respeten sus decisiones y preferencias, quieren ser protagonistas de su vida, y como sociedad debemos garantizarlo.
En estos momentos, nos encontramos con un 30% de la población hasta ahora no demandante, que nos condicionará y nos obligará a realizar cambios significativos en todos los niveles de la sociedad, entre ellos, el laboral. Cambios, además, necesarios si queremos mantener y optimizar los estándares de bienestar y calidad de vida alcanzados.
Aunque en estos aspectos no es posible ni bueno generalizar, cada vez son más las personas que afrontan el final de su vida profesional de manera diferente. En esa franja de edad, de 55 a 75 años, en general, el estado de salud es bueno y muchas personas no entienden, ni consienten que “la sociedad” decida por ellos. No aceptan opiniones relativas a que no ya no aportan o que ya no son útiles, por lo que muchos de ellos buscan alternativas en el autoempleo. Así, en un reciente estudio de Fundación Mapfre, en el que hemos colaborado, se observa que casi 1 de cada 3 autónomos son mayores de 55 años, tendencia creciente probablemente como respuesta a las reestructuraciones de las grandes empresas desde la crisis del 2008.
En la sociedad actual donde imperan los valores individualistas y la soledad es creciente, las personas que han dedicado la mayor parte su vida al trabajo y no han cultivado otras facetas, pueden tener dificultades para encontrase bien consigo mismos tras abandonar lo que ha sido hasta ese momento su proyecto vital. De todos modos, cada vez más se intenta planificar esta última etapa dedicando un tiempo a revisar aquellos proyectos que por falta de tiempo nunca se llevaron a cabo. Encontrarse bien con uno mismo es la clave para no afrontar esa etapa con una sensación de pérdida o de vacío. Pero más allá de retomar proyectos o realizar trabajos en beneficio de la comunidad, debemos no desperdiciar el talento, ni la sabiduría de estas personas.
Aunque solo sea por propio egoísmo, en una sociedad cada vez más longeva no podemos permitirnos el lujo de desperdiciar el talento y la experiencia de grandes profesionales por una cuestión de edad. Los 70 actuales no son comparables a los 70 años de hace unas décadas y, sin duda, podemos encontrar ejemplos de personas que siguen aportando y mucho en edades avanzadas. La vinculación al mundo laboral es un tema completamente personal y debe ser coherente y consistente con el proyecto vital que se haya decido emprender. Todas las opciones son válidas si están tomadas desde la libertad personal y sin presiones externas.
Además, si bien es cierto que a medida que se envejece se pierden capacidades físicas, el trabajador senior tiene una mayor precisión para realizar las tareas de su trabajo, y tiene mejores habilidades de planificación y gestión. Así, un trabajador mayor puede aportar pensamiento estratégico, agudeza, sabiduría, conocimientos y mejor capacidad de toma de decisiones.
Esta situación, no podemos ser ingenuos, presenta una serie de inconvenientes o dificultades: adaptación de los puestos de trabajo al cambio en sus capacidades físicas y cognitivas, plantear mejores medidas de conciliación con la vida y necesidades personales, realizar formación específica en avances técnicos y tecnológicos, etc. Existen algunas potenciales dificultades, pero hay oportunidades surgidas de la diversidad y la experiencia.
Podemos afirmar que, en estos momentos, en general, las compañías no están trabajando estos aspectos. En un reciente estudio que elaboramos en Fundación Edad&Vida sobre el envejecimiento de las plantillas concluimos que existe un gran campo de mejora en la forma en la que las empresas gestionan el envejecimiento de sus plantillas. Se puede partir de un análisis inicial de la estructura de edad de la empresa, esto es la distribución de sus empleados por franjas de edad, que permitiría conocer los puntos fuertes y necesidades específicas de cada generación. A partir de ahí, el objetivo sería tratar de adelantarse a las demandas de futuro mediante la promoción, divulgación y el establecimiento de políticas concretas de gestión de la edad y de los beneficios que se pueden obtener con la diversidad.
Estas políticas consisten en diferentes medidas que se implementan en las empresas para favorecer la convivencia intergeneracional de los trabajadores, facilitando el desarrollo de carreras laborales extensas y la retención del talento de las generaciones mayores, así como la incorporación y formación de las más jóvenes. Mediante ellas se pueden conseguir resultados altamente beneficiosos para las empresas, y para la sociedad en general.
Si como sociedad fuéramos capaces de garantizar el derecho al trabajo más allá de los 65 años, impulsáramos políticas que permitieran una compatibilización real del trabajo remunerado con las pensiones de jubilación y fuéramos capaces, en definitiva, de adaptarnos de manera rápida a los cambios que acarreará el envejecimiento de la población, construiríamos entre todos una sociedad más rica, diversa y acorde con los cambios que nos toca gestionar.
La defensa del trabajo en la última etapa de la vida debe ser un derecho y nunca tratada como una obligación, ya que es la propia sociedad, construida alrededor de una firme convicción de las bondades del estado del bienestar, quien tampoco permitiría ver a una persona mayor barriendo una calle o en un andamio de cualquier obra de nuestras ciudades. Por ese motivo, evolucionar para asegurar el derecho a compatibilizar ocio y trabajo parece, sin duda, la mejor opción como país y como fórmula para precipitar cambios en las empresas.
La defensa de estos derechos debe ir acompañada de campañas de divulgación y formación que permitan combatir los estereotipos edadistas negativos hacia los trabajadores mayores en todos los niveles de responsabilidad de la empresa. El edadismo es una forma de discriminación que se encuentra instaurada en todos los niveles y estructuras sociales. Por lo tanto, el tejido empresarial también tiene instaurada esta forma de discriminación. De hecho, en nuestro estudio se encontraron niveles medios-altos de estereotipos edadistas.
En definitiva, lo realmente relevante no es que vivamos más, sino que deseamos, como personas integradas en la sociedad, vivir de manera autónoma e independiente, reivindicando nuestro valor como individuo. Por tanto, el derecho a seguir trabajando y a aportar talento debería estar garantizado en una sociedad, como la nuestra, cada vez más envejecida y al mismo tiempo demandante de una mayor calidad de vida.