Brechas generacionales en salud mental: mito o tendencia

Cuando hablamos de salud mental, rara vez miramos más allá del individuo. Pero si ponemos nuestra mirada en el cruce entre generaciones —la adolescencia, la madurez y la vejez— descubrimos un tejido de relaciones, historias y vulnerabilidades compartidas.
Por Dr. Julio González Luis. Enfermero Especialista en Salud Mental. Coordinador de área del departamento de Gestión del Conocimiento. Hospital Dr. Rodríguez Lafora.
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1. De las brechas a los puentes: una mirada intergeneracional aplicada a la Salud Mental

Mirar la Salud Mental con una lente intergeneracional no es un mero ejercicio teórico. Es, en realidad, una forma distinta de comprender el mundo: cambia las preguntas que se formulan, los indicadores que se eligen y, sobre todo, las soluciones que se pueden imaginar.

No se trata solo de observar si las prevalencias varían entre generaciones, se trata de descifrar cómo se entrelazan la edad; con su carga biológica y su ritmo de desarrollo, el periodo histórico con sus crisis, transiciones y avances y la cohorte, ese hilo invisible que une a quienes nacieron bajo un mismo tiempo social.

En ese cruce de fuerzas se tejen los perfiles de riesgo y de protección que cada grupo arrastra o hereda (Keyes & Mojtabai, 2014; Thomson et al., 2018; Beller & Eibich, 2022).

Un verdadero enfoque intergeneracional reconoce que lo que se suele llamar “diferencias generacionales” es, en el fondo, el reflejo de los contextos en los que cada persona crece, aprende, trabaja y envejece. Comprenderlo así invita a construir puentes: vínculos de aprendizaje mutuo entre quienes abren camino y quienes lo transitan después, espacios donde la experiencia y la innovación dialogan para cuidar, juntos, la Salud Mental de todas las edades (Hu et al., 2024; Rohrer, 2025).

Figura 1: gráfico sobre la percepción de la Salud Mental en España (año 2024).

Micro-mecanismos: cómo se acumulan los riesgos (y las protecciones):

La adolescencia y la entrada en la adultez son etapas llenas de posibilidades, pero también de una especial vulnerabilidad. En esos años se combinan tres grandes factores de riesgo. Por un lado, una sensibilidad emocional más intensa, marcada por la necesidad de pertenecer, la comparación con los demás y la búsqueda de aceptación, algo que hoy se amplifica en los entornos digitales (Crone & Dahl, 2012; Twenge et al., 2021). Al mismo tiempo, el cerebro sigue madurando: todavía se están afinando los circuitos que permiten controlar los impulsos y regular el estrés (Casey et al., 2019). A todo ello se suman los desafíos de las transiciones educativas y laborales, cada vez más inciertas y competitivas, que pueden generar sensación de inestabilidad y de exigencia constante.

Cuando estas vulnerabilidades se superponen con experiencias adversas (como la violencia, la inestabilidad económica, el aislamiento o la exposición a contenidos dañinos en línea), el riesgo de desarrollar problemas de Salud Mental aumenta, especialmente en jóvenes con antecedentes familiares o personales de dificultad emocional (Patton et al., 2016).

En el otro extremo del ciclo vital, las personas mayores se enfrentan a retos distintos, pero no menos profundos. La pérdida de roles sociales, la aparición de múltiples enfermedades y la soledad no deseada pueden ir desgastando poco a poco el bienestar psicológico (Santini et al., 2020; Leigh-Hunt et al., 2017). Aun así, tanto en la juventud como en la vejez, el apoyo de personas significativas (ya sea de la familia, de los amigos o de la comunidad) actúa como un potente amortiguador frente al malestar (Umberson & Montez, 2010).

Desde una mirada intergeneracional, muchas de las diferencias que se atribuyen a las llamadas “generaciones” tienen más que ver con el contexto que con la biología o la psicología. Los cambios en la estructura familiar, en el tiempo disponible para cuidar o en la solidez del tejido comunitario han transformado las redes de apoyo que sostienen la Salud Mental.

Cohortes en tránsito, cómo la crisis y la digitalización modelan la Salud Mental:

Los grandes acontecimientos no golpean a todos por igual. Cada generación los atraviesa desde un lugar distinto de la vida, con una mezcla propia de fragilidad y fortaleza. Las crisis económicas, las pandemias o las transformaciones tecnológicas no solo marcan una época: también esculpen, de manera silenciosa, la biografía emocional de quienes las viven en momentos clave de su desarrollo. Los llamados efectos de periodo (aquellos que surgen de sucesos compartidos, como una recesión o una pandemia) dejan huellas diferentes según la etapa vital en la que nos encuentren (Keyes & Mojtabai, 2014; Thomson et al., 2018).

La Gran Recesión es un buen ejemplo: truncó el comienzo laboral de miles de jóvenes que, en lugar de estrenar autonomía, se encontraron con precariedad, inseguridad y ansiedad económica (Frasquilho et al., 2016). Años después, la pandemia de COVID-19 detuvo el mundo justo cuando muchos adolescentes estaban aprendiendo a construir vínculos, autonomía y pertenencia. Esa interrupción en el desarrollo socioemocional se tradujo en un aumento sostenido de síntomas depresivos y ansiosos (Racine et al., 2021).

La revolución digital, por su parte, ha cambiado radicalmente la forma en que nos relacionamos. En la juventud, el sentido de pertenencia se juega cada vez más en los escenarios virtuales, donde la validación social se mide en métricas visibles. Al otro extremo, muchas personas mayores han quedado descolgadas del entorno digital, con dificultades para acceder a servicios, mantener relaciones o participar activamente en la vida cívica (Van Boekel et al., 2017; Seifert et al., 2021).

El resultado es un mosaico generacional lleno de contrastes: un adolescente que perdió sus ritos de paso, un adulto joven que habita la incertidumbre laboral, una persona mayor que experimenta la soledad tecnológica. Por eso, más que hablar de “generaciones” como bloques homogéneos, conviene hablar de cohortes: grupos de personas moldeados por una combinación única de riesgos y recursos, tejidos a lo largo de su historia compartida (Beller & Eibich, 2022; Rohrer, 2025).

Puentes que cuidan, de la evidencia científica a las decisiones con impacto:

Las diferencias generacionales en Salud Mental existen, pero no son un destino escrito. Son, más bien, distancias que pueden acortarse. La investigación muestra que las desigualdades en bienestar psicológico entre distintas cohortes no son inmutables, sino el reflejo de condiciones sociales, económicas y culturales que pueden cambiarse con políticas adecuadas (Patton et al., 2016; Beller & Eibich, 2022).

Cuando se combinan estrategias de prevención a lo largo de toda la vida, un apoyo constante a las familias y programas intergeneracionales con objetivos claros, los resultados (aunque modestos en cada acción) tienden a sumarse. En conjunto, generan más capital social: relaciones más significativas, mayores habilidades emocionales y menos soledad (Santini et al., 2020; Umberson & Montez, 2010).

Transformar los “datos preocupantes” en caminos reales de mejora exige decisión política y coherencia institucional. La pregunta ya no es si existen brechas entre generaciones, sino qué puentes queremos tender y cómo mediremos su impacto. Porque cuando las políticas públicas se basan en la evidencia y en el diálogo entre generaciones, la Salud Mental deja de ser un ideal distante y se convierte en una práctica compartida de cuidado.

2. Edad, periodo y cohorte

Cuando se comparan generaciones (p. ej., nacidos en los años 1970, 1980 o 1990) es imprescindible separar tres efectos: edad (cambios esperables por desarrollo/curso vital), periodo (eventos históricos que afectan a todos en un momento, como crisis económicas o pandemias) y cohorte (exposición diferencial según el año de nacimiento).

La literatura reciente combina encuestas longitudinales y métodos edad–periodo–cohorte (APC) para indagar si hay “marcas” generacionales en la Salud Mental más allá del envejecimiento o de shocks históricos; algunos hallazgos apoyan efectos de cohorte en jóvenes de los 80–90, con niveles de malestar superiores al compararlos a la misma edad con cohortes previas (Botha et al., 2023; Keyes et al., 2024).

Panorama epidemiológico global y en España:

En España, los datos provisionales de 2023 del INE sitúan el suicidio como segunda causa externa (3.952 muertes; −6,5 % respecto a 2022), tras caídas accidentales, manteniendo su relevancia de salud pública y la necesidad de estrategias preventivas (INE, 2024).

El Ministerio de Sanidad aprobó la Estrategia de Salud Mental del SNS 2022–2026 y un Plan de Acción 2022–2024 para reforzar promoción, prevención y atención, con líneas específicas en infancia-adolescencia y conducta suicida (Ministerio de Sanidad, 2022). Informes de síntesis del sistema de salud perfilan además retos de acceso y coordinación en Salud Mental (OECD/European Observatory, 2023).

¿Existen diferencias generacionales reales en Salud Mental?

En los últimos años, la ciencia ha comenzado a dibujar con más nitidez el mapa de cómo varía la Salud Mental entre generaciones. Gracias a los estudios longitudinales basados en el modelo Age–Period–Cohort (APC), hoy sabemos que el bienestar psicológico no evoluciona de manera uniforme: cada cohorte deja su propia huella emocional.

En Australia, un seguimiento de más de 27.000 personas durante dos décadas reveló un deterioro progresivo del bienestar psicológico, concentrado sobre todo en quienes nacieron en los años noventa; y, en menor medida, en los ochenta, un patrón que no puede explicarse solo por la edad o el contexto histórico (Botha et al., 2023). En Estados Unidos, una investigación con más de 36.000 participantes mostró resultados similares: los jóvenes nacidos entre 1997 y 2001 presentaban tasas más altas de síntomas depresivos a los 18 años, tendencia que se mantenía al llegar a la adultez (Keyes et al., 2024). Todo apunta a un desplazamiento del riesgo emocional hacia las generaciones más recientes, probablemente influido por factores sociales, tecnológicos y económicos.

Durante la pandemia de COVID-19, estas diferencias se hicieron aún más visibles. Un metaanálisis publicado en The Lancet Psychiatry documentó un aumento del 22 % en las urgencias pediátricas por intento de suicidio, acompañado de un incremento paralelo en la ideación suicida, sobre todo entre adolescentes mujeres (Madigan et al., 2023). En la misma línea, la Organización Mundial de la Salud estima que uno de cada siete adolescentes padece algún trastorno mental, y que el suicidio constituye ya la tercera causa de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años (World Health Organization [WHO], 2025).

A medida que avanzamos en edad, el panorama cambia de forma, pero no de fondo. En la vejez, la depresión subclínica, la soledad y la acumulación de enfermedades se entrelazan con determinantes sociales y funcionales, configurando un entramado de vulnerabilidades silenciosas. En este terreno, los programas intergeneracionales (que fomentan el encuentro significativo entre jóvenes y mayores) han mostrado efectos pequeños o moderados en la mejora de la autoestima y los síntomas depresivos, aunque la evidencia aún es heterogénea y de certeza limitada (Whear et al., 2023; Petersen et al., 2023).

En conjunto, los datos señalan la presencia de efectos de cohorte especialmente marcados en las generaciones nacidas en los noventa, que conviven con potentes influencias de edad y de periodo, como la pandemia o las crisis económicas. La magnitud del fenómeno varía según el país, el género y las condiciones socioeconómicas, lo que obliga a evitar lecturas simplistas. Más que generaciones enfrentadas, lo que encontramos son trayectorias vitales diversas, moldeadas por los mismos vientos de cambio, pero con puntos de partida muy distintos.

Intervenciones intergeneracionales, qué funciona y por qué importa:

En un mundo donde las edades tienden a separarse —en los hogares, en las ciudades, incluso en las conversaciones—, los programas intergeneracionales ofrecen una vía para reconstruir vínculos. Lejos de ser una moda, estas iniciativas buscan conectar a jóvenes y personas mayores en experiencias de aprendizaje mutuo, voluntariado, arte, música o cuidado comunitario.

La evidencia científica disponible indica que los efectos, aunque modestos, son consistentes: los mayores que participan en programas intergeneracionales presentan mejoras en autoestima, bienestar y síntomas depresivos leves (Whear et al., 2023; Petersen et al., 2023). Sin embargo, los resultados varían mucho según el tipo de intervención. Existen programas basados en la enseñanza compartida, proyectos de voluntariado escolar, actividades musicales, espacios de jardinería o incluso parques multigeneracionales diseñados para el encuentro interetario.

En el ámbito residencial y en personas con demencia, los metaanálisis muestran un patrón similar: los efectos son pequeños pero significativos en interacción social y comportamiento, especialmente cuando las actividades tienen una estructura relacional clara y se repiten en el tiempo (Lu et al., 2021). Estos hallazgos refuerzan la idea de que el valor de los programas intergeneracionales no reside tanto en la magnitud inmediata del impacto, sino en su capacidad de tejer vínculos sostenidos, que previenen la soledad y promueven una percepción de utilidad y pertenencia.

Para maximizar su eficacia, los expertos recomiendan que los programas incorporen una teoría de cambio explícita, que definan de manera clara los mecanismos por los cuales se espera lograr el bienestar. Además, el co-diseño con los propios participantes, la evaluación dual de resultados —tanto en jóvenes como en mayores— y el seguimiento a medio plazo son estrategias clave para asegurar que estos proyectos generen efectos duraderos y equitativos.

3. Construir desde lo cercano: espacios para una Salud Mental intergeneracional en España

Traducir la evidencia en acción requiere identificar los espacios donde las generaciones pueden encontrarse. España cuenta con una red sólida de recursos (educativos, sanitarios, culturales y comunitarios), que podrían convertirse en auténticos laboratorios de conexión social. Las siguientes estructuras no son solo escenarios posibles, sino puntos de partida para políticas públicas sostenibles y medibles.

Centros educativos y Atención Primaria:

Las escuelas y los centros de salud son los primeros espacios donde se pueden detectar signos de malestar emocional y aislamiento. Incorporar módulos intergeneracionales (como programas de tutoría recíproca entre institutos y centros de día), permite fomentar la empatía, la alfabetización emocional y el sentido de comunidad. Además, contar con circuitos de derivación ágil hacia la Salud Mental comunitaria ante señales de alarma garantizaría una respuesta temprana y coordinada (Patton et al., 2016; WHO, 2022).

Municipios y cultura:

Las bibliotecas, museos y centros culturales pueden transformarse en nodos de encuentro intergeneracional. Proyectos que integren arte, memoria y tecnología (especialmente en barrios con vulnerabilidad social) fortalecen el capital social y reducen la soledad no deseada (Fancourt & Finn, 2019; Thomson et al., 2018). La cultura no solo enriquece, también cura y conecta.

Residencias y domicilios:

Las residencias de mayores y los programas de atención domiciliaria pueden funcionar como escenarios de convivencia activa. Actividades estructuradas que vinculen residentes con jóvenes del entorno (a través de narrativas biográficas, música o aprendizaje digital básico) muestran efectos positivos en bienestar y autoestima (Petersen et al., 2023; Whear et al., 2023). Las herramientas tecnológicas sencillas, como videollamadas guiadas o diarios digitales compartidos, ayudan a mantener el vínculo entre sesiones y mitigan la brecha digital.

Clima y cuidado estival:

Durante las olas de calor, los equipos intergeneracionales pueden desempeñar un papel crucial en la prevención de riesgos. A través de rutas de cuidado vecinal (llamadas breves, visitas de verificación o acompañamientos puntuales), jóvenes voluntarios pueden contribuir a reducir el aislamiento y la deshidratación entre mayores, fortaleciendo la resiliencia comunitaria ante emergencias climáticas (Paúl et al., 2021; Santini et al., 2020).

4. Conclusión: de las brechas a los lazos que sostienen

Hablar de brechas generacionales en Salud Mental no es, en última instancia, hablar de distancia, sino de conexión pendiente. Las cifras, los metaanálisis y las curvas epidemiológicas nos muestran que existen diferencias entre cohortes, sí, pero también que esas diferencias no son destino, sino resultado de entornos, tiempos y decisiones. La juventud nacida en los años noventa o en los primeros dos mil cargas con desafíos nuevos (precariedad, digitalización, incertidumbre climática), mientras que las generaciones mayores enfrentan el peso del aislamiento, la pérdida de roles y la fragilidad física. Sin embargo, entre ambos extremos del curso vital late una verdad compartida: la necesidad de vínculo como motor de Salud Mental (Umberson & Montez, 2010; Santini et al., 2020).

El enfoque intergeneracional invita a cambiar la mirada: a dejar de pensar en generaciones enfrentadas y empezar a hablar de trayectorias entrelazadas, moldeadas por la edad, el periodo histórico y la cohorte (Keyes & Mojtabai, 2014; Rohrer, 2025). Comprender estos cruces no es un ejercicio académico aislado, sino una herramienta para actuar. Cada política pública, cada programa de salud, cada iniciativa cultural que acerque a jóvenes y mayores se convierte en una palanca de reparación social, un pequeño acto de restitución del tejido comunitario.

Los estudios revisados muestran que la interacción entre generaciones —ya sea en escuelas, residencias o espacios culturales, mejora la autoestima, el bienestar y la sensación de utilidad, tanto en jóvenes como en mayores (Whear et al., 2023; Petersen et al., 2023; Lu et al., 2021). Y aunque los efectos sean pequeños, su potencia simbólica y social es enorme: donde se cultiva el encuentro, florecen la empatía y la reciprocidad. Es en esos lugares donde el bienestar deja de ser un concepto individual y se convierte en un proyecto colectivo de Salud Mental.

España tiene la oportunidad de ser pionera en este campo. La articulación entre educación, cultura, sanidad y comunidad puede dar forma a una verdadera ecología intergeneracional del cuidado. Los institutos, los centros de salud, las bibliotecas o los museos no son solo infraestructuras: son posibles nodos de conexión entre edades. En ellos puede desplegarse una política pública que traduzca la evidencia en acción (programas con teoría de cambio explícita, medición dual de resultados y seguimiento longitudinal), y que reconozca que la prevención no empieza en la consulta, sino en la vida cotidiana compartida (Patton et al., 2016; Fancourt & Finn, 2019; WHO, 2022).

El futuro de la Salud Mental no dependerá solo de más recursos clínicos, sino de cómo se construyan los lazos entre generaciones, de si somos capaces de ver en la mirada de un adolescente digital y en la de una persona mayor solitaria dos formas del mismo anhelo: ser visto, escuchado, pertenecer. Cuando las políticas públicas asumen esa tarea y la sociedad la respalda, las brechas dejan de medirse en síntomas y comienzan a cerrarse en experiencias compartidas.

Así, pasar de las brechas a los puentes no es una metáfora: es una hoja de ruta. Una manera de recordar que cuidar la Salud Mental es cuidar también la memoria, el diálogo y el porvenir común.

REFERENCIAS

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