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En dicha instalación, tres vídeos ubicados en sendas pantallas muestran la pérdida de la transmisión generacional de la lengua de los antepasados. En la pantalla de la izquierda, Zineb y su madre conversan sobre la escuela, en francés y en árabe. La comunicación es posible porque son idiomas que ambas poseen en su repertorio lingüístico individual. En la pantalla central, Zineb y su hija conversan sobre el mismo tema, pero esta vez en francés y en inglés, la lengua primera de la pequeña, crecida en Inglaterra. Por fin, en la pantalla de la derecha el espectador ve a la nieta y a la abuela, ahora bien, no hay un diálogo sino una serie de intervenciones de la abuela seguidas de un silencio incómodo por parte de su nieta, un silencio casi desgarrador, pues esta no comprende el árabe hablado por su abuela. Zineb, su madre y su hija se expresan en su lengua primera: el francés, el árabe y el inglés, respectivamente; sin embargo, el uso de una segunda lengua complementa la comunicación entre madres e hijas (el francés y el inglés) pero esto significa que se interrumpe la transmisión generacional de la lengua primera de la abuela, el árabe, puesto que ha sido reemplazado como vehículo de comunicación en el contexto familiar.
Lo que más llama la atención de esta instalación artística, más allá del banal tema tratado en las interacciones -la rutina escolar-, es el juego de miradas que se establece entre las protagonistas de cada vídeo. Es la mirada de una madre hacia su hija y viceversa. Ahora bien, en el tercer vídeo, la amorosa mirada con que la abuela acompaña sus palabras no encuentra los ojos de su nieta. Incómodas ante el silencio que genera la incapacidad de encontrar una lengua en común, tanto la abuela como la nieta miran a la cámara en diferentes ocasiones, como si efectuaran una llamada de auxilio sin palabras. Se trata, en efecto, de un silencio que incomoda también al espectador, que asiste impotente al fallido intercambio comunicativo entre la primera y la tercera generación de mujeres.
La artista Zineb Sedira, mediante esta instalación, no solo quiere dar testimonio de la riqueza de las identidades múltiples en los individuos que proceden de comunidades de origen migrante, sino también hacernos comprender el dolor que puede esconderse detrás de las vivencias migrantes, con un simple gesto cotidiano como es el de querer hablar con tu nieta y no ser capaz de conseguirlo. Además, se trata de una pérdida que ha sucedido gradualmente y que solo se hace palpable cuando dos generaciones no consecutivas de mujeres de la misma familia experimentan en su propia carne la maldición de Babel.
Y es que un factor clave para la supervivencia de las lenguas -así como de las culturas asociadas a ellas- es la transmisión intergeneracional. Ahora mismo escribo este texto en español porque es la lengua que me transmitieron mis padres en la infancia, es el vehículo de comunicación que he heredado de las generaciones que me han precedido. Sin embargo, hablar la lengua heredada de nuestros padres no siempre es posible sin un esfuerzo de conservación de la misma por parte de los actores implicados en dicha transmisión, sobre todo si la relación entre las lenguas implicadas es desigual en el plano social, como suele ser el caso con las lenguas alóctonas, es decir, las variedades lingüísticas habladas por las distintas comunidades migrantes en un espacio determinado.
Hay que dejar clara, antes de proseguir, la siguiente idea: el bilingüismo perfecto no existe. Ni a nivel individual ni mucho menos a nivel social. En una situación determinada, donde se hablen, por ejemplo, dos lenguas distintas, cada una de ellas ocupará su propio lugar en la sociedad y, como reflejo de esta posición, el hablante generará una serie de actitudes hacia ellas. En el caso de las lenguas de las comunidades e individuos migrantes el modelo más común -sin entrar demasiado en minucias lingüísticas- es el de la diglosia: es decir, una lengua ocupa la posición de prestigio (enseñanza, trabajo, etc.) mientras que la otra, queda relegada a una posición social subalterna, que se manifiesta siendo únicamente la lengua del núcleo familiar y de la comunicación con el lugar de origen.
Si me permiten la metáfora, en el contexto que acabamos de describir, las distintas lenguas que componen el repertorio lingüístico de una persona migrante actuarían como capas de ropa. De este modo, como si se tratara de una prenda de abrigo, la persona migrante “se pone” su lengua prestigiosa por encima de su lengua materna al salir a la calle, perdiendo esta última ámbitos y competencias de uso, ya que el “abrigo” tapará cualquier posibilidad de dejarse ver en los espacios públicos de comunicación. Se establece así una dinámica dentro-fuera en el reparto de funciones comunicativas de las lenguas. De este modo, a fuerza de llevar ese abrigo puesto, muchos migrantes acaban por considerar que es más cómodo y efectivo no quitárselo nunca, ni en casa ni con los hijos si los hubiera, en un claro ejemplo del esquema de la asimilación cultural, si seguimos la terminología establecida por el psicólogo canadiense John W. Berry en los años 90 del siglo pasado para los procesos de aculturación.
Berry estableció una división en dos ejes del proceso de encuentro entre dos culturas diferentes: el eje de la cultura de origen y el eje de la cultura de acogida. En el caso de la asimilación, la persona migrante establece una relación positiva con la cultura de acogida, pero negativa con la propia cultura de origen, que es percibida como un estorbo en el nuevo contexto social y comunicativo. El resultado de la asimilación en el plano lingüístico será fácil de predecir y cumplirá grosso modo el siguiente esquema: la lengua de la comunidad migrante, es decir, la variedad hablada por la primera generación sobrevivirá a duras penas en la segunda generación para desaparecer en la tercera. O dicho de otro modo, la madre hablará la lengua, la hija la comprenderá pero, para la nieta, esta solo será un recuerdo familiar que sobrevivirá, si acaso, en nombres propios o nombres de platos típicos. Este proceso se conoce como sustitución lingüística y lo veíamos en acción en el caso de la instalación de Zineb Sedira con el que abríamos este texto: la artista conoce el árabe pero, al ser bilingüe árabe-francés, solo transmite esta segunda lengua a su propia hija, que no puede comunicarse con su propia abuela en la lengua primera de esta.
Siguiendo con los procesos de asimilación que ocurren a medio plazo en algunas comunidades migrantes, es difícil no pensar en las críticas recibidas por la actriz y cantante estadounidense Selena Gomez -empleamos la ortografía inglesa-, a raíz del estreno de la película Emilia Pérez, dirigida por el realizador francés Jacques Audiard y estrenada el pasado año 2024. A la actriz texana, que da vida a la esposa del narco Manitas, una mujer de origen mexicano pero criada en Estados Unidos, se le reprochó duramente hablar un español deficiente a lo largo del filme. Observamos en el personaje, como en la propia Gómez, que es, en efecto, nieta de mexicanos emigrados en los años 70 a Estados Unidos, un buen ejemplo de la llamada “tercera generación”, donde se observa el esquema de sustitución lingüística que hemos mencionado más arriba. La propia artista ha recordado en varias ocasiones que su competencia comunicativa en español empezó a desaparecer cuando comenzó su carrera como actriz infantil en Disney a los siete años. Conviene no olvidar que las lenguas no actúan como un diccionario instalado en nuestro cerebro de forma permanente, sino que, si me permiten continuar con el símil informático, necesitan continuas actualizaciones para poder seguir funcionando.
Los ejemplos de este proceso son numerosos si pensamos en latinos y latinas famosos en EE. UU., un país donde el inglés ocupa los ámbitos comunicativos de prestigio, lo cual provoca que el español vea reducido su uso a los contextos familiares o, si acaso, intracomunitarios. Pensemos por un momento en la también actriz y cantante neoyorquina Jennifer López, de origen puertorriqueño, cuando lanzó hace años, durante uno de sus conciertos, la exclamación “¡Mi gente latina!”, una frase que aún hoy día la persigue -desde el punto de vista de la competencia lingüística- como una latina que no habla español. Sin embargo, ¿con qué derecho les exigimos a Selena Gómez o a Jennifer López que hablen español? ¿Quién ha establecido el criterio de que hablar español sea conditio sine qua non para considerarse una “proud latina”? Es más, ¿hasta qué punto son los niños y niñas nacidos de padres migrantes responsables de las lenguas que les son transmitidas? ¿Qué agency tiene un niño o una niña sobre los usos lingüísticos de su entorno?
Volvamos de nuevo al concepto de prestigio, clave para comprender las dinámicas lingüísticas y de transmisión intergeneracional. Mediante este término, en vigor en los estudios de sociolingüística desde mediados del siglo XX, nos referimos a la percepción social de que goza una lengua en un contexto geográfico y temporal determinados. Insistiremos en este punto: el prestigio no es una magnitud que se pueda medir, sino que es una percepción generada a nivel social y/o individual, no perdamos de vista este punto. De este modo, si hoy por hoy es el inglés la lengua que goza de un mayor prestigio en amplias zonas de Europa occidental -incluida España-, no nos extrañará, por ejemplo, la extensión de los programas de aprendizaje reforzado de inglés en numerosos centros educativos de distintas etapas. Que nuestros hijos e hijas hablen inglés se ha convertido en una especie de indicador del estatus percibido de los padres.
Ahora bien, que una lengua sea considerada la variedad de prestigio supone que se organice una especie de jerarquía entre las distintas lenguas, según su prestigio percibido. La consecuencia de esta situación de desigual reparto de prestigio entre diferentes variedades lingüísticas consistirá, como venimos afirmando, en el abandono gradual pero inexorable de la lengua de menor prestigio en detrimento de la variedad prestigiosa. De ahí que se genere una cierta hipocresía bilingüe cuando solo consideramos “útil” o “provechoso” alcanzar un bilingüismo ‘hacia arriba’, es decir, al aprender una lengua de mayor prestigio. Circula en las redes -al menos en las de los profesores de filología- un divertido y esclarecedor meme que pone el foco en la princesa Charlotte del Reino Unido, hija de los príncipes de Gales. El meme, redactado en inglés y datando de hace unos años, retoma la información de un medio inglés, según el cual “la princesa Charlotte habla ya dos idiomas con solo dos años de edad”. Alguien comenta debajo: “lo mismo hace la mayoría de los hijos de inmigrantes, pero supongo que es menos impresionante cuando se trata de gente pobre”. No se podría decir más en menos palabras.
Desde una posición de privilegio lingüístico, que el actor y director Bradley Cooper se exprese en un francés casi impecable o que la británica Rosamund Pike hable con fluidez chino mandarín, son gestos elogiados y puestos como ejemplo de un bilingüismo socialmente aceptable e imitable. Sin embargo, que una actriz latina se exprese en español será mucho menos frecuente porque el español no ocupa una posición de prestigio en Estados Unidos: es la lengua del chico que limpia la piscina de las estrellas de Hollywood, la lengua cuyo uso en el espacio púbico puede acabar con su hablante deportado. La falta de prestigio de un idioma favorece que su transmisión intergeneracional quede interrumpida: si busco el prestigio a través de mi descendencia lo más lógico será fijarme en la lengua que representa un modelo social a imitar, no en una lengua socialmente desprestigiada.
Todos los casos y ejemplos que venimos describiendo en este texto se refieren a la situación de contacto lingüístico y cultural que tiene lugar en el contexto de la migración. Sin embargo, puede haber otros casos de interrupción de la transmisión generacional que no tienen nada que ver con las lenguas alóctonas, sino con las variedades autóctonas que se encuentran en una situación de minorización frente a lenguas más “poderosas”. No hay que cruzar ningún océano para encontrarnos con casos de este segundo tipo, basta con ir a las montañas del Pirineo aragonés o de la cordillera cantábrica para encontrarnos con hablas aragonesas y asturianas, que sobreviven a duras penas después de haber sido testigos de avatares históricos durante siglos.
Pese a la escasez de programas del ente público RTVE acerca de la riqueza lingüística de España, el programa de reportajes Comando Actualidad le dedicaba, en 2015, una de sus emisiones a distintas lenguas de menor difusión presentes en territorio español. Una de estas lenguas, el aragonés belsetán, de valle de Bielsa, en la provincia de Huesca, nos era presentado por un pastor Ángel Luis, que estaba recopilando palabras y expresiones para redactar un diccionario de su variedad lingüística. Junto al pastor vivía su madre, de nombre Generosa, que le había transmitido la lengua. Activo y activista, Ángel Luis ha llegado a protagonizar este mismo año un documental llamado 21 000 palabras. Un capezuto y dos collons (sobran las traducciones), que todavía está abierto para su mecenazgo. En el valle de Bielsa, como en tantos muchos otros rincones montañosos europeos, no solo se ha desprestigiado la forma de vida tradicional ligada a la explotación ganadera y de los recursos forestales, sino que el abandono progresivo de esta forma de vida rural ha conllevado un abandono lingüístico y una sustitución de las hablas vernáculas por el castellano, lengua de la educación, de los medios de comunicación, del turismo. En fin, lengua del prestigio.
En la España vaciada faltan habitantes y, por lo tanto, faltan hablantes de numerosas variedades lingüísticas que existían en nuestro país, sin ir más lejos, hace cincuenta años. La alfabetización y el desarrollo de la escolarización obligatoria, por un lado, y el éxodo rural hacia las ciudades, por el otro, han provocado que actualmente variedades como el belsetano de Ángel y Generosa estén al borde de la extinción. Si Ángel no transmite su querida lengua a una generación posterior, con él morirán las 21 mil palabras de su diccionario. El lector podrá argumentar que las palabras pervivirán en su forma impresa gracias a la labor del lexicógrafo aficionado, pero ya no serán vehículo de comunicación de nadie, sino, a lo sumo, objeto de estudio filológico, reliquias de un pasado de resiliencia lingüística que no pudo superar la fuerza de la despoblación.
Resulta curioso, por involuntario, entrar en la Historia por ser el último hablante de una lengua. En el ámbito románico se suele mencionar a Tuone Udaina como el último hablante competente de dalmático, variedad románica hoy extinta y hablada en las costas de la actual Croacia hasta finales del siglo XIX. Si bien estudios posteriores ponen en duda la versión tradicionalmente aceptada de la desaparición del dalmático a raíz de la muerte de Udaina en 1898, al ponerle nombre y apellidos al último hablante de una lengua, un escalofrío recorre la espalda de aquella persona que, como quien suscribe estas palabras, ama y defiende las lenguas. Como en el caso del dalmático, pero más de un siglo después, Katrina Esau, de 90 años de edad, es una mujer sudafricana que ha ganado una cierta fama en el mundo de las lenguas por ser la última hablante nativa conocida de N|uu. Esau recibió, en abril de 2023, un doctorado honoris causa por la Universidad de Ciudad del Cabo como premio a su labor de conservación y promoción de la lengua, que ha intentado enseñar a las generaciones más jóvenes de su comunidad, incluida su propia nieta. Superviviente del colonialismo y del apartheid, cuando Katrina Esau fallezca, con ella se habrá acabado una forma de expresar el mundo.
Las lenguas no desaparecen solo porque ya no haya niños o niñas que las hablen. Muchas veces, lo que en realidad las lleva al borde de la extinción son factores externos -como decisiones políticas o presiones sociales- que afectan directamente a los espacios donde se utilizaban. Un ejemplo claro es el del aragonés. Esta lengua, que ya tenía una presencia frágil por estar relegada al ámbito rural, fue duramente golpeada por la ausencia de un reconocimiento legal y de presencia en la educación, además de ser especialmente estigmatizada durante el periodo franquista. En esa época hablar cualquier idioma que no fuera el castellano en espacios públicos, escuelas e instituciones era anecdótico. A esto se sumó el despoblamiento del Pirineo aragonés, lo cual rompió el proceso natural de transmisión entre generaciones y dejó a muchos hablantes -como Ángel y Generosa- sin una comunidad con quien compartir su idioma. Lo mismo sucede con Katrina Esau, escolarizada en el idioma de la minoría gobernante, el afrikáans y que padeció los efectos del apartheid a nivel lingüístico, pues se rompió por completo la transmisión de su lengua primera, el n|uu, que no podía hablar ni siquiera con sus hermanas.
Como bien dice David Crystal, uno de los principales expertos en la desaparición de lenguas (también denominada language death o ‘muerte lingüística’), las lenguas no mueren porque pierdan valor lingüístico, sino porque pierden valor social. Y hay circunstancias políticas y sociales que aceleran dicha pérdida. Conviene recordar, en esta altura de nuestro análisis, que ninguna lengua es, de manera inherente, mejor que otra. Mejor y peor, bueno o malo son, para el caso de los idiomas, etiquetas valorativas que nacen del prestigio percibido de los mismos y no de su valor lingüístico. Lo normal es que las lenguas se vayan apagando poco a poco, que queden relegadas a una función intracomunitaria en un área concreta: pensemos, por ejemplo, en una aldea del Pirineo aragonés, siguiendo con nuestro ejemplo anterior. Una vez la lengua solo se utiliza dentro de la comunidad, si hay influencia de una lengua prestigiosa, lengua de la escuela, de la radio, de la televisión, de las gestiones comerciales y burocráticas en la capital de la comarca o de la provincia… entonces nos hallamos ante el cóctel perfecto para la desaparición de la lengua, pues habría perdido todo su valor social y, por ello, muchos hablantes decidirán consciente o inconscientemente frenar la transmisión a sus descendientes.
Ahora bien, no podemos olvidar que ha habido casos donde la lengua no desapareció de manera gradual, sino que fue interrumpida de manera abrupta, arrancada de raíz. El caso del judeoespañol en Tesalónica es una prueba dolorosa de esto. Antes de la Segunda Guerra Mundial, esta ciudad griega acogía desde hacía siglos a una comunidad sefardí muy activa, donde el ladino o judeoespañol era la lengua del día a día, tanto en el comercio como en la vida familiar o incluso en la prensa. Por desgracia, durante la ocupación nazi, la mayoría de sus habitantes fueron deportados a Auschwitz. Más del 90% de los judíos sefardíes de la ciudad fueron asesinados, llevándose con ellos también su lengua y su cultura. No fue una desaparición lenta ni natural, fue un acto violento y deliberado. Como señala Crystal, muchas lenguas no se apagan: las matan. La presencia sefardí en la actualidad es meramente testimonial en este rincón del Mediterráneo.
Sin embargo, sería injusto reducir la historia del ladino o judeoespañol a su trágica desaparición en Tesalónica. Durante siglos, esta lengua había vivido y florecido en distintas comunidades del sudeste europeo, del Magreb y del Mediterráneo oriental. En ciudades como Estambul, Bucarest o Sarajevo, el judeoespañol fue no solo un vehículo de comunicación intragrupal -dentro de la comunidad sefardí-, sino también una lengua de prestigio, asociada a una identidad de grupo sólida y reconocible que sobrevivía, generación tras generación, en medio de imperios multiculturales y plurilingües tan complejos como el otomano o el austrohúngaro. El judeoespañol fue, para miles de personas como el premio Nobel de Literatura Elias Canetti, nacido en la actual Bulgaria, la lengua del hogar, de los rituales, pero también de la poesía o de la prensa. Su fortaleza radicaba en que era útil, afectiva y simbólica a la vez. Lejos de ser vista como un obstáculo para la integración -puesto que, de hecho, se prefería la segregación, si seguimos empleando los criterios de John W. Berry-, la lengua judeoespañola era una seña de pertenencia profundamente respetada por los miembros de la comunidad y, a la vez, era una especie de anclaje con el pasado español.
Esta pervivencia secular del judeoespañol fue posible, más que nada, gracias a que se dio una transmisión intergeneracional sostenida en el tiempo, en la que las abuelas y los abuelos contaban cuentos, cantaban romances y hablaban con los nietos en ladino de manera natural y sin tener en cuenta las injerencias externas. Pero también fue clave su valor estratégico: el judeoespañol funcionaba como puente entre comunidades judías de distintas regiones, e incluso, gracias a su familiaridad con el castellano, facilitaba el aprendizaje de otras lenguas romances, como el italiano o el francés. En otras palabras, el judeoespañol sobrevivió gracias a que mantuvo su prestigio dentro del grupo y el grupo no sufrió, por regla general, presiones de asimilación en la sociedad mayoritaria, que practicaba otra religión y poseía costumbres diferentes. Así, antes de su asalto por parte de la violencia nazi, en esta lengua se había tejido una red intergeneracional de memoria, práctica y afecto que la mantuvo viva durante más de cuatrocientos años fuera de la península ibérica.
La pérdida de la transmisión generacional no es, en ningún caso, un destino irrevocable para las lenguas y las culturas minorizadas. Estas no desaparecen porque “se acabe el tiempo”, sino porque se interrumpe la cadena del diálogo entre generaciones. Por eso, cualquier gesto que restablezca ese vínculo -aunque sea de manera simbólica, afectiva o parcial- tiene un enorme valor. El ejemplo de la australiana de origen italiano Maddie y su abuela Fina, protagonistas del canal de YouTube My Nonna Fina, nos parece especialmente revelador en este sentido. Esta serie de vídeos breves muestra a una joven australiana de origen italiano que, a través del humor, la cocina y el cariño, establece un espacio compartido con su nonna (‘abuela’ en italiano) en el que las dos generaciones se encuentran y se escuchan. El inglés italianizado y el italiano regional que conforman el repertorio lingüístico de la abuela, lejos de quedar ocultos o corregidos, se muestran con orgullo, con su acento, con su música familiar. Y la relación entre ellas da lugar a una forma de transmisión cultural que no pasa por la gramática, sino por el afecto.
Casos como este nos recuerdan que la transmisión no tiene por qué ser perfecta para ser valiosa. No importa tanto si la nieta domina o no el italiano normativo, sino que esté dispuesta a escucharlo, repetirlo, y sobre todo a reconocerlo como parte de su historia personal. Frente al relato pesimista de pérdida lingüística y ruptura de la transmisión entre generaciones, My Nonna Fina propone una mirada tierna y, sobre todo, viva de lo que significa heredar una lengua y una cultura. Y actúa como un poderoso recordatorio de que la transmisión intergeneracional se apoya, principalmente, en la posibilidad de un diálogo. Será precisamente ese diálogo -imperfecto, lleno de acentos, de repeticiones y de risas compartidas- lo que pueda garantizar que una cultura siga viva, no solo en las palabras que conforman un idioma, sino en las relaciones personales que esas palabras hacen posibles.
Así pues, a lo largo de este texto venimos explorando las múltiples caras de la transmisión intergeneracional de las lenguas, desde su interrupción hasta su persistencia y posible reivindicación. En contextos migratorios, las lenguas de herencia suelen estar expuestas a dinámicas de diglosia, subordinación y asimilación que pueden conducir a su abandono en apenas una o dos generaciones, según cada caso y las circunstancias sociales que lo rodeen. También hemos analizado el caso de las lenguas minorizadas, como el aragonés, que sufren una erosión silenciosa incluso en su propio territorio. Frente a ello, casos como el judeoespañol muestran que la transmisión es posible cuando existen redes de prestigio interno, cohesión comunitaria y voluntad de continuidad, pues la lengua no solo actúa como un mero código de comunicación, sino que es una herencia emocional, un archivo vivo de la memoria colectiva.
Ahora bien, conviene subrayar que la transmisión del sentimiento de pertenencia a un grupo no está necesariamente asociada a la transmisión de un idioma. Sentirse latino o latina en Estados Unidos no significa, hoy por hoy, hablar español; del mismo modo que la fuerte pertenencia italoamericana no supone tampoco que se hable italiano, algo que no sucede desde hace un par de generaciones. Del mismo modo que, por ejemplo, sentirse vasco no implica hablar euskera, ni sentirse sefardí conlleva necesariamente conocer el judeoespañol. Como escribió Joshua Fishman, “ser hablante de una lengua no significa ser únicamente eso; la lengua es solo una dimensión de la identidad étnica.” La identidad, en efecto, no es unívoca ni estática, sino algo complejo y en continua construcción, moldeado tanto por la autopercepción como por la mirada del otro. Y es precisamente en esa doble vertiente donde la transmisión cultural -con o sin lengua- juega un papel decisivo.
La pérdida de una lengua puede sentirse o no como un drama a escala global, si atendemos a los informes de la UNESCO sobre lenguas en peligro. Ahora bien, a nivel de la comunidad o, más íntimamente, a nivel de la familia, la pérdida de un idioma es un acontecimiento trágico. Significa el final de una cadena de palabras de amor y consuelo, de voces amables o firmes, de juegos, de oraciones o de canciones que ya no podrán volver a repetirse. Pero también es cierto que la transmisión no está condenada al fracaso. No es una fuerza de la naturaleza que actúe sin remedio, sino un proceso humano que puede ser frenado, interrumpido o relanzado. Hay familias, comunidades e instituciones que han conseguido preservar una lengua contra todo pronóstico. Esto implica que también nosotros, hoy, podemos tomar decisiones para favorecer esa continuidad: hablar la lengua con los hijos, reivindicarla en lo público, apoyar su enseñanza y difundir sus expresiones culturales. No se trata de reproducir mecánicamente un legado, sino de decidir que vale la pena hacer que perviva como un legado para las generaciones posteriores.
Así mismo, es importante recordar que una ruptura en la transmisión puede ser revertida. El hecho de no haber recibido una lengua en la infancia no significa que no pueda recuperarse más adelante. Numerosos testimonios lo demuestran: adultos que estudian la lengua de sus abuelos como forma de reconstruir su historia personal, nietos que aprenden una lengua que no se les enseñó para poder hablar con su abuela enferma o residente en otro país, o personas que, al convertirse en padres, desean restablecer ese puente perdido con una parte de su identidad. La lengua, entonces, deja de ser solo una herramienta de comunicación y se convierte en la realización de la continuidad afectiva.
Por todo ello, nos parece fundamental que los poderes públicos se impliquen activamente en la protección de las lenguas minorizadas. Esto implica asumir que la diversidad lingüística enriquece y fortalece a las sociedades democráticas. La idea de una uniformidad cultural basada en una única lengua no solo es una ficción, sino un proyecto irreal y autoritario. Ahora bien, también es necesario respetar la libertad individual de quienes no desean o no pueden asumir un papel activo en la conservación de su lengua de herencia. No todas las personas que hablan o han hablado una lengua minorizada quieren convertirse en activistas lingüísticos, y esa decisión debe ser legítima. La identidad es un proceso complejo, no una obligación. En cualquier caso, incluso cuando la lengua ya no se transmita, aún puede preservarse su memoria: recopilar, grabar y documentar son también formas de resistencia cultural. Aunque no hablemos una lengua, podemos dejar rastros para que otros la encuentren.
Por eso, volvemos al silencio con el que abríamos este texto: el de la nieta que no comprende a su abuela, el de una lengua que ya no encuentra interlocutor. Pero ese silencio, por doloroso que sea, no es el final. Es una pausa que puede ser interrumpida, un hueco que puede llenarse con esfuerzo y con tesón; porque toda lengua necesita un oído que la escuche, una mano que la reciba, una voz que se atreva a responder. Y a veces, basta con una sola palabra pronunciada en la lengua de los abuelos -aunque sea torpe, aunque sea aprendida tarde- para romper el silencio y lograr que la memoria hable de nuevo.