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Escuela de Pensamiento
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Vivir un buen morir y el arte de acompañar

Ante la muerte la actitud más sana es la serenidad, la cual podemos definirla como la colaboración incondicional con lo inevitable.
Por María del Mar López
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La muerte en la sociedad actual

Ya es imposible ignorar que son cada vez más las voces que se escuchan desde los más diversos sectores de la sociedad para humanizar el final de la vida de los seres humanos en nuestra cultura moderna. En una sociedad cada vez más envejecida y disponiendo de medidas de soporte vital inimaginables en el pasado no muy lejano, tenemos un desafío que no tenían nuestros antepasados, por lo que es imperativo actualizar nuestra ética al final de la vida.

Este movimiento se generó originalmente en el seno mismo de los profesionales sanitarios, cuyos miembros más despiertos y sensibles han venido, en las últimas décadas clamando contra la deshumanización de las condiciones en las que se están muriendo millones de personas en nuestros hospitales e instituciones residenciales.

Más del 80% de las personas se muere en instituciones sanitarias, a pesar de que en ellas no se dan actualmente las mejores condiciones para morir en paz. Los profesionales de la salud han sido formados para curar, y por ello ni los hospitales de agudos ni el personal médico están preparados, en su mayoría, para acoger ni acompañar adecuadamente a los que no se van a curar.

En esta situación los equipos médico-sanitarios, inconscientemente, se sienten culpables de los límites de la todopoderosa tecnología médica que, sin embargo, no les ha servido para salvar la vida a su paciente. Es una herida narcisista de esta civilización tecnológica que, ante la muerte, siente sus límites.

Lo hemos visto con nitidez en la reciente pandemia de covid: esta herida provocó un estrés psicológico en la mayoría de los profesionales que todavía deja sentir sus efectos en la salud mental de la mayoría, también de la población en general. La muerte se siente como un fracaso, no como algo consustancial al hecho de vivir, aunque intelectualmente no haya duda de ello.

Podemos afirmar que la muerte es el gran tabú́ de nuestra sociedad actual. Y sin embargo es necesario poder hablar con normalidad de la muerte. Tabú́ es aquello que no se puede mirar de frente, algo de lo que no se puede hablar o resulta incómodo. Es la negación, una defensa psicológica necesaria y útil en un primer momento, pero si se queda “fijada” resulta insana. Debemos considerar que la sociedad moderna está fijada en esta defensa psicológica, lo que nos hace estar inmersos a nivel colectivo en la insalubridad psicológica frente a la muerte.

Esta actitud empaña nuestra conciencia de la muerte y se manifiesta en el acercamiento a las personas con enfermedades terminales, graves, crónicas y a sus familiares. Afecta a los mismos profesionales de la salud, a las instituciones hospitalarias, a la organización social en su conjunto.

Si la sociedad actual niega la muerte también niega todo lo que se relaciona con ella, con el proceso de morir y con el moribundo. El aislamiento y la soledad son dos características con las que las personas se van a encontrar cuando tienen un diagnóstico cuya evolución los lleva a la muerte. A mayor evolución de la enfermedad, mayores son el aislamiento y la soledad.

El espacio hospitalario, que es también un espacio social, se contamina de estos planteamientos y en su interior se reproducen las mismas actitudes que la sociedad en general mantiene con la muerte: la evitación y el aislamiento. A los moribundos se les evita, pero al mismo tiempo no se les abandona, y esto crea conflicto. “Todo para el paciente, pero sin el paciente” Especialmente vulnerable si se tiene edad avanzada, o alguna discapacidad. Normalmente se produce la muerte social del individuo antes de que se produzca la muerte biológica.

Esto genera a nivel colectivo una visión traumática del proceso de morir, nadie lo quiere para sí, y por eso preferimos soluciones que nos permitan mantener el control antes que sea demasiado tarde, como la eutanasia.

Lo que sucede es que nuestra sociedad, el mundo que nos rodea, no nos enseña a afrontar lo inevitable, la pérdida, el cambio. Todo está hecho para esconder la muerte, incluso se habla de la conquista de la inmortalidad gracias al impresionante desarrollo tecnológico…; se nos incita a vivir sin una reflexión compartida y sincera sobre la realidad de la existencia y de la muerte. Volcados en objetivos a conseguir, objetos que comprar, sensaciones que consumir…Se nos enseña a evitar la consciencia de la muerte, y a creer que solo significa aniquilación absurda, contra la que hay que luchar y buscar responsables (léase culpables) cuando la muerte ocurre, especialmente se la muerte sucede de forma inesperada.

Cuando observamos más atentamente podemos ver diferentes actitudes con que las personas afrontamos la muerte: algunas van desde la negación, el rechazo y el horror, hasta la ingenuidad irreflexiva que manifiesta alguien que cree que cuando le llegue la muerte todo le irá bien…hasta que la muerte es inminente y entonces la teoría del “no hay de qué preocuparse” se esfuma.

Es importante que la sociedad asuma que la tarea afrontar la muerte y el buen morir es fundamentalmente una responsabilidad del propio individuo y su entorno, y también de la sociedad en su conjunto, porque la muerte es un gran acontecimiento que a todos nos concierne.

Se debe considerar seriamente que no se puede ni se debe endosar en exclusiva a los equipos sanitarios la responsabilidad de la gestión del final de la vida, del cómo morir. Es una carga excesiva que el profesional médico solamente puede asumir desde una omnipotencia narcisista impropia (agotadora y muy estresante) o desde la humildad que denota una verdadera empatía y compasión, algo muchísimo menos habitual de lo que nos gustaría.

 

La muerte en las sociedades pre-industriales

El desinterés de nuestra sociedad postmoderna por reflexionar sobre la muerte, empobreciendo así el sentido de nuestra existencia, es incluso más sorprendente cuando lo comparamos con la actitud hacia la mortalidad que sostenían las sociedades pre-industriales en las que el acercamiento a la muerte era diametralmente opuesto. La muerte dominaba y cautivaba la imaginación de las gentes en las antiguas culturas y proporcionaba inspiración para gran parte de su arte y de su arquitectura.

Por ejemplo, en Egipto, la preocupación por la vida después de la muerte encontró́ su expresión en las monumentales pirámides, amplias necrópolis, magnificas tumbas pinturas, esculturas…En la Mesoamérica prehispánica de los mayas y de los aztecas había templos, pirámides, recintos en los que se escenificaban elaborados rituales relacionados con la muerte.

Rasgos específicos de muchos ritos funerarios pueden interpretarse en términos de ayudar a los muertos en su viaje póstumo, así́ como de impedir su regreso. Las cosmologías, filosofías y mitologías de las antiguas culturas y grupos aborígenes, así́ como sus vidas espirituales y rituales reflejan el claro mensaje de que la muerte física no constituye el irrevocable fin, sino una transición muy importante en el marco de un devenir más amplio.

Otro rasgo importante de las culturas preindustriales lo constituye la aceptación de la muerte como parte integral de la vida, y donde los moribundos suelen morir en el contexto de una amplia familia, clan o tribu. Por consiguiente, en esta fase crítica de paso pueden recibir un apoyo emocional significativo de la gente que conocen más íntimamente; se llevan a cabo poderosos rituales en el momento de la muerte para ayudar a los individuos a afrontar la transición definitiva (o incluso proporcionar una guía específica para morir, como en el caso del budismo).

En las sociedades postindustriales, por el contrario, la visión materialista de la vida domina las circunstancias de los que mueren, como hemos visto. Según la ciencia occidental la historia del universo es básicamente la historia del desarrollo de la materia. La vida, la consciencia y la inteligencia son más o menos accidentales y productos secundarios de este desarrollo, y aparecieron en escena tras muchos miles de millones de evolución de la materia inerte y pasiva en una pequeña y trivial parte de un universo inmenso.

Según la neurociencia occidental, la consciencia deriva de la materia, un producto de los procesos fisiológicos del cerebro, y, por tanto, es absolutamente dependiente del cuerpo. La muerte del cuerpo (y más concretamente del cerebro) se considera como el fin absoluto de cualquier forma de actividad consciente. La creencia en la vida después de la muerte, los ámbitos del más allá́ y la reencarnación se han visto relegados al espacio de los cuentos de hadas y, en los manuales de psiquiatría, son considerados producto del pensamiento ilusorio de gente primitiva o de pocas luces, que es incapaz de aceptar el evidente imperativo biológico de la muerte. Este enfoque considera patológico la historia espiritual y ritual de la humanidad.

No obstante, las medidas de soporte vital de la medicina actual, inimaginables hace pocas décadas, paradójicamente han dado lugar a relatos de vivencias ECM (experiencias cercanas a la muerte) después de técnicas de reanimación que generan perplejidad en los médicos y científicos. Estos relatos han llevado recientemente a investigaciones que, como mínimo, obligan a cuestionarse científicamente la naturaleza de la Consciencia de ser, al margen de creencias.

Y así́, en las presentes circunstancias, la cosmovisión oficial de la civilización postindustrial y digital y las formas oficiales de culto religioso, son el pensamiento disociado bajo el que se conforman actitudes que no ofrecen un gran apoyo a los moribundos.

 

Antecedentes de los cuidados paliativos

Hasta la década de los setenta no hubo prácticamente interés científico por las experiencias subjetivas de los pacientes moribundos y de los pacientes en situaciones de casi muerte.

La situación comenzó́ tímidamente a cambiar tras la publicación de los libros de Elisabeth Kubler-ross, y los bet-sellers de Raymond Moody, y aunque a partir de entonces se han acumulado una impresionante evidencia sobre las características extraordinarias de las experiencias cercanas a la muerte, estas siguen sin ser objeto de una verdadera investigación científica por parte de la medicina oficial, y la mayoría de los profesionales desestiman toda experiencia relacionada con la muerte como alucinaciones producidas por crisis biológicas del cuerpo y del cerebro.

El origen de la moderna concepción de los Cuidados Paliativos frente a la muerte está en la labor de la doctora Kubler Ross al introducir el concepto del alivio psicológico profesional en el quehacer de los equipos sanitarios. También, y especialmente, en el impulso de Cecyle Saunders, que creó en 1967 el St. Cristopher’s Hospice, el cual ha servido de modelo a las unidades de cuidados paliativos actuales.

El movimiento inicial de los cuidados paliativos tuvo el mérito de recordar que el enfermo es una persona, y que el moribundo todavía está́ vivo. Que su sufrimiento es global, y que este sufrimiento integra los aspectos físicos, psicoemocionales y espirituales de la persona. En su origen, los equipos de cuidados paliativos intentan tener en cuenta todos estos niveles en el moribundo, permanecer a la escucha de sus necesidades, respetar el tiempo que queda de vida, sin acortarla ni alargarla.

Los Cuidados Paliativos han introducido el concepto calidad de vida, cuando ya se acaba. Se trata de responder a la pregunta formulada por el personal médico ¿Qué hacer cuando ya no hay nada que hacer? Calmar el dolor, aportar cuidados para estar más confortables, facilitar el acceso de la familia, apoyarles en su tarea de acompañar al moribundo. Y esto ha contribuido mucho a la evolución del pensamiento de la medicina ortodoxa tradicional en nuestro mundo occidental frente a la muerte.

Pero, lamentablemente, estamos lejos en nuestro país de que estos principios de los Cuidados Paliativos estén generalizados a toda la sociedad, ni siquiera en sus aspectos más básicos, como es el tratamiento adecuado del dolor. Todavía estamos muy lejos de que los recursos sean destinados, no solamente a apoyar la vida, a curar, sino también a procurar una buena muerte, y no solo mediante farmacología, que también, sino mediante una estrategia global que integre el apoyo psicológico, emocional y especialmente el espiritual.

Por otra parte, frente a esto, nos encontramos actualmente con un problema añadido, focalizado artificiosamente en el controvertido tema de la eutanasia, en el que queda patente, de un lado, la perplejidad de la sociedad en su conjunto ante la muerte y sus sufrimientos, y de otro la tarea ineludible de los equipos médicos de hacer frente cotidianamente a su realidad en medio de una sociedad con distintas voces, muy diversas, y sobre todo con distintas concepciones y actitudes ante la muerte.

 

Etica médica y legislación vigente, incluida la ley de eutanasia

Tradicionalmente la práctica de la medicina está sometida a un código ético deontológico. La esencia de la ética deontológica es el de un principio objetivo o norma preestablecida que marca la buena acción a seguir ante una situación dada.

Es de sobra conocido también el principio ético de autonomía del paciente en la relación asistencial y que está relacionado con otra modalidad de la teoría ética: la ética teleológica que, en una acepción moderna, renuncia al establecimiento de un bien objetivo y se adhiere al criterio subjetivo del paciente a la hora de definir la bondad de las acciones a emprender.

Ambos principios de la ética médica (además de la ética del bien común) están coexistiendo actualmente (no sin conflicto) en el ejercicio de la medicina, en el marco de valores generales de las sociedades modernas que se caracterizan, oficialmente, por la pluralidad (reconocimiento de que diferentes individuos pueden tener diferentes prioridades) y por la no confesionalidad religiosa.

No es objeto de este artículo abundar en la teoría bioética al final de la vida, tan solo señalar que existe un consenso bioético generalizado en Salud Pública a nivel mundial sobre el final de la vida que ha dado lugar a las diferentes leyes (como las de Derechos y garantías de los pacientes en el proceso de morir) que, obviamente, son de obligado cumplimiento para todos los actores sociales y sin embargo se vulneran sistemáticamente por falta de pedagogía social ante la muerte.

Ante esta realidad, celebramos que se haya aprobado la nueva ley de eutanasia para tranquilidad de las personas que temen perder el control de sus vidas cuando más vulnerables e indefensas están. Un temor muy justificado por la torpeza con la que habitualmente encaramos los cuidados al final de la vida, vulnerando por falta de formación e información los derechos de las personas, sean pacientes o familiares, reconocidos por la legislación vigente en la materia.

Como hemos señalado antes, hasta la aprobación de la ley de eutanasia ya existía desde hace mucho tiempo legislación vigente en España sobre Muerte Digna (a nivel autonómico) y Autonomía personal; sin embargo, es mayoritariamente obviada o directamente desconocida, no solo por los ciudadanos, también por la gran mayoría de los profesionales sanitarios. Cabe preguntarse por qué.

Este desconocimiento se debe al temor y al desinterés real de quienes tienen la responsabilidad de implementar la normativa en sus aspectos más quintaesenciales  y proporcionar la formación e información necesaria a los profesionales sanitarios y a la ciudadanía. En nuestra experiencia formativa en hospitales a profesionales de enfermería podemos confirmar la tranquilidad que el conocimiento de la legislación de muerte digna aporta a estos profesionales frente a la medicina defensiva que se practica habitualmente.

Pero fundamentalmente, el incumplimiento de la ley se debe, como hemos dicho al principio de este artículo, a la falta de madurez de la sociedad en su conjunto para enfrentarse a la inevitabilidad de la muerte con verdadera humanidad, con gracia y coraje. Con sabiduría y compasión.

Así que, con la nueva ley de eutanasia se pone de manifiesto más que nunca la necesidad de reflexionar sobre qué significa realmente vivir un buen morir y la necesidad de formación y comunicación en el abordaje del final de la vida. De lo contrario, como estamos viendo ya, el énfasis del debate se pone en la objeción de conciencia como si fuera la cuestión importante a debatir. Lo cual es una dejación de las cuestiones de fondo; sigue siendo actitud evasiva o de negación.

En el debate tan actual sobre las diferentes actitudes ante la muerte, la enfermedad terminal, la cronicidad y dependencia severa, subyacen importantes condicionamientos científicos, filosóficos, dogmas religiosos y culturales que es importante dilucidar. La actuación justa, la que libera al ser humano del sufrimiento, solo puede venir de una visión clara, y para ello debemos conocer y analizar racionalmente las causas de nuestros condicionamientos personales, tanto emocionales como culturales.

 

Ética, espiritualidad y religión ante la muerte

La cuestión que subyace en el dilema ético en nuestra sociedad frente a la muerte es el cuestionamiento sobre el sentido de la vida y de la muerte. Las sociedades modernas, surgidas tras el establecimiento del materialismo científico, se caracterizan por la ausencia de sentido compartido, por la entronización de individualidad como medida de valor, y en la actual coyuntura de digitalización de la vida social, por el aislamiento y el sentimiento de absurdo existencial.

Tenemos que reconocer que en este debate subyacen importantes y diferentes condicionamientos culturales, científicos, ideológicos, que es preciso abordar con ecuanimidad y respeto, tratando de no imponer las propias convicciones (ya sea implícita o explícitamente) a otros, especialmente si estos se encuentran en el momento de mayor vulnerabilidad de su vida.

Es importante conocer los diferentes condicionamientos culturales y religiosos que coexisten en nuestra sociedad, cada vez más heterogénea y multicultural. Abordar las cuestiones éticas frente a la muerte implica también formarse en las diferentes actitudes humanas condicionadas por la cultura heredada, para ajustar nuestros cuidados a las necesidades particulares del individuo que está muriendo.

Por otra parte, y al margen de creencias, el informe Hastings (investigaciones en Cuidados Paliativos) dice que “cierto tipo de sufrimiento, especialmente cuando está asociado a una enfermedad crónica o terminal, puede hacer que los pacientes se cuestionen el significado de la vida misma, del bien y del mal, etc. Interrogantes que se consideran de naturaleza espiritual o filosófica, no médica, pero que los pacientes dirigen en muchos casos a los profesionales sanitarios.

De ahí́ ha surgido en las últimas décadas el concepto de “espiritualidad humanista” en el contexto de los cuidados paliativos, el cual que introduce la noción de la espiritualidad como una búsqueda de significado de la propia vida, al margen de dogmas religiosos.

Este concepto define la espiritualidad como aquello que permite a una persona la experiencia trascendente del significado de la vida.

“Se expresa a menudo como una relación con Dios, pero esta relación también puede darse en relación con la naturaleza, la familia, la comunidad, el arte, en la medida en que tales valores dan a una persona sentido, significado y propósito a su vida.”

Toda persona, confrontada ante la muerte, se plantea de forma real, quizá́ por primera vez, cuestiones existenciales/espirituales. ¿Qué sentido ha tenido mi vida? ¿He vivido como verdaderamente quería? ¿Me he conocido a mí misma/o de verdad? A veces la persona tiene la impresión de que se ha perdido lo verdaderamente importante, aunque no pueda determinar qué es.

Lo que le ayudaría es tratar de expresarlo, pero para ello se necesita alguien con quien expresarse. Y cuando mira alrededor ve miradas evitativas, cuando no mentiras legitimadas y ocultación.

Qué soledad, qué sufrimiento, si uno no puede comunicar su sentir ante la muerte. Este dolor existencial es el más profundo que un ser humano experimenta ante la muerte, más que el dolor físico, u otras perturbaciones. ¿Estamos preparados para escuchar estos cuestionamientos en un paciente, en nuestro familiar, en nosotros mismos? ¿Qué podemos decirle cuando alguien nos pregunta por el sentido de seguir viviendo así, en su situación de final de vida?

Sin embargo, lo que necesita una persona ante su muerte inminente no es una respuesta a sus preguntas, sino una proximidad humana que le ayude a abrirse a aquello que le trasciende, al misterio de su existencia. Este acompañamiento es una espaciosidad compartida en el que puede haber o no palabras, pero sí comunicación. El silencio compartido, el que abraza, es el ámbito de la espiritualidad.

Debemos comprender que, en general, hay confusión entre espiritualidad y religiónLa espiritualidad es inherente y constitutiva del ser humano (que nos distingue de otras formas de vida), mientras que las religiones representan las respuestas culturales que la humanidad ha intentado dar desde sus orígenes a estas cuestiones existenciales, a través de un conjunto de prácticas y creencias y cuya función fundamental ha sido la cohesión social. En este siglo XXI debemos reconocer la importancia de las guías de acompañamiento a moribundos que hemos heredado de las antiguas culturas y religiones, captando su esencia común y actualizando sus formas a la modernidad.

El humanismo espiritual se basa en tener la confianza suficiente en nuestras capacidades de solidaridad, atención, presencia de calidad y consideración por el otro. Respeto por sus valores y adecuación de los cuidados (físicos, psicoemocionales, legales y espirituales) a cada momento del proceso.

Y esto requiere cierto entrenamiento en primera persona, es decir, familiarizarse con las cuestiones del final de vida es lo más íntimo y personal, y solo desde ahí podemos abordar el cuidado de los demás que mueren. Antes o después nos va a tocar, a todos, así que lo inteligente para uno mismo y para la sociedad es abordar el tema abiertamente, con madurez, con coraje compasivo y sabiduría. Nuestra salud mental y la de la sociedad mejorarán con ello.

Ante la muerte la actitud más sana es la serenidad, la cual podemos definirla como la colaboración incondicional con lo inevitable

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