Según el “Índice de dignidad y calidad de vida de los adultos mayores”[1] publicado por la Escuela de Pensamiento de la Fundación Mutualidad de la Abogacía, España ocupa el sexto puesto entre los países de la UE con menor índice de pobreza relativa. Esta, a priori, buena noticia no lo es tanto si comprobamos que la mayor parte de la riqueza de las personas mayores en España se acumula en inmuebles mientras que sus ingresos, medidos por la pensión de jubilación, son de tan solo unos 1.200 €/mes de media.
Pero el gran drama no está en que los ingresos recurrentes medios sean muy bajos, sino que existe una gran asimetría y desigualdad en el cobro de esa pensión, pues cerca de dos millones de jubilados ingresa menos de 1.000€/mes y casi 500.000 de ellos, la mayoría beneficiarios de pensiones no contributivas, son considerados en situación de pobreza extrema por el propio Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones. Bolsas de pobreza estas que esperemos se puedan al menos mitigar con el complemento del Ingreso Mínimo Vital, pues según diversas asociaciones de jubilados la pensión mínima digna en España debería estar por encima de los 1.080€.
Sostenibilidad y suficiencia
Viendo los demoledores datos antes comentados nadie puede abstraerse de la necesidad de que tratemos de proveer a nuestros mayores de pensiones suficientes con las que mantener cierta dignidad y calidad de vida en su vejez. Un deseo muy ligado a uno de los grandes principios de nuestro sistema público de pensiones como es el principio de suficiencia. Pero si bien debemos tratar de cumplir con este principio convenido en el artículo 50 de la Constitución Española, no menos importante será el de garantizar la propia sostenibilidad del sistema. Es decir, la pensión pública debe ser suficiente pero el sistema también deberá ser sostenible.
Actualmente ese principio de sostenibilidad está en entredicho, más aún con la pronta llegada de la generación de baby boomers a las edades de jubilación, la drástica caída de las tasas de natalidad, un saldo migratorio neto cercano a cero y una esperanza de vida con crecimiento casi exponencial (con permiso del paréntesis provocado por la covid-19).
Para contrarrestar estos desequilibrios del sistema son muchas las soluciones que se plantean tales como incrementar el ahorro privado, optar por las cuentas nocionales, seguir emitiendo deuda pública, la subida de impuestos, el aumento de cotizantes, etc. Pero si existen dos variables que entendemos como determinantes para equilibrar el sistema en términos de suficiencia y sostenibilidad son sin duda el incremento de la edad efectiva de jubilación y la lucha contra la economía sumergida.
Edad de jubilación
Extender la edad de jubilación parece que es un camino sin vuelta atrás, pues en la medida en que vivimos más parece razonable también jubilarse cada vez más tarde. Pero mientras las medidas estructurales terminan de llegar, se calcula que más de 125.000 personas están trabajando en España, de forma parcial o total, pasados los 65 años.
Encontrar jubilados con minijobs, que les aportan un dinero extra y un alivio para sus pensiones de pobreza, empieza a ser cada vez más habitual. Trabajar y comerciar con productos de una pequeña huerta, gestiones diversas, relaciones con bancos o arreglar electrodomésticos en los hogares son algunos exponentes de estas nuevas formas de trabajo, si bien por contra se encuentran muy cerca de la economía sumergida, una de las grandes losas no sólo para el sistema de pensiones sino para toda la economía española en su conjunto.
Trabajo sumergido
En un estudio realizado para el Fondo Monetario Internacional (FMI) en 2018[2], la Agencia Tributaria afirmaba que el conjunto de las actividades no declaradas en España supone un 11,2% del PIB. Pero en ese mismo informe el propio FMI habla también de que el tamaño de la economía sin IVA, dependiendo del método de cálculo, podría ser de hasta un 24,52%. Es decir, aunque los distintos organismos no tienen del todo claro cómo medir la economía sumergida, esta podría oscilar entre los 130.000 millones de euros y unos 300.000 millones de euros.
Combatir la morosidad debe ser por tanto una prioridad. Sin embargo, los minijobs antes referidos son, en su mayor parte, un claro exponente de la economía sumergida vinculada a las personas mayores, y se suman a la larga lista de actividades no declaradas tales como las relacionadas con la economía de los cuidados en el entorno familiar o la asistencia a personas mayores dependientes en los hogares, si bien es cierto que resulta muy complicado calcular su impacto pues no hay forma de analizar su recurrencia y causalidad.
Nuevas formas de trabajo
La pandemia y los efectos que la era covid están teniendo en la salud mental de millones de trabajadores en todo el mundo ha contribuido a dar un empujón al fenómeno conocido como The Great Resigntation o lo que es lo mismo, “la gran desbandada laboral”. Este concepto fue utilizado por primera vez por el profesor de la Universidad de Texas y experto en psicología organizativa Anthony Klotz, para describir una tendencia global de humanización de los trabajos y que en el mercado estadounidense ha alcanzado ya los cuatro millones de personas que han dimitido de sus puestos por este motivo.
Según la socióloga Alejandra Nuño, “si el tener una nómina me va a llevar como individuo a una desafección total, a vivir una vida absolutamente vacía, ¡es que no me merece la pena!”. De ahí que se planteen otras formas de trabajo que al menos hasta ahora eran consideradas como “menos seguras” pero más humanistas.
La proliferación de los minijobs y las diversas ocupaciones en el entorno familiar y afectivo ya no son exclusivas de los millennials, pues las personas jubiladas también buscan actividades que no sólo complementen su pensión, sino que también les puedan suponer una vida más plena como individuos.
Conclusiones
Ante las grandes incertidumbres globales que se plantean, especialmente las ligadas a la nueva longevidad, debemos acometer reformas estructurales en el sistema si queremos seguir manteniendo el estado de bienestar al menos tal como hasta ahora lo concebimos. Porque la gran conquista de la humanidad no es sólo el hecho de que vivamos más tiempo, sino que debemos poner el foco en cómo vamos a vivir esos años extra que nos ha regalado la ciencia y el progreso humano.
Garantizar la dignidad en la vejez se antoja vital para tal fin, por lo que revindicar el derecho a la no jubilación parece cuanto menos una prioridad no solo económica sino también social y afectiva, entendiendo por “no jubilación” toda aquella actividad que pueda contribuir a un envejecimiento activo, saludable e inclusivo, si bien debemos entre todos facilitar que las personas mayores que quieran trabajar más allá de la edad de jubilación no estén dentro de la economía sumergida.
Ver publicación de El Economista.
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